Discepolín Vive - Política
Por Jorge
Sanmartino
El auge y
radicalización del proceso en Venezuela reactivó los debates sobre la
estrategia, la dinámica y contenido de la transición socialista y volvió a
colocar los problemas derivados de la lucha política nacional -los partidos,
las clases, las ideologías- en el centro de la reflexión política, por lo menos
en el ámbito latinoamericano. Muchos de los tópicos derivados de estas
situaciones durante los años ‘60 y ‘70, fueron relegados en beneficio de otras
problemáticas en el período de las llamadas “transiciones a la democracia” en
los años ‘80, o las reformas estructurales y
la resistencia al
neoliberalismo en los
años ‘90. La
actualización del tema, obviamente, no puede realizarse sobre
las mismas fórmulas y conceptos de hace treinta años, aunque es importante
retener y actualizar sus debates a la luz de la presente coyuntura.
Por Jorge Orovitz
Sanmartino
Sociólogo UBA, IEAL
El Sistema Socialista:
El sistema socialista nació con
el propósito de reorganizar la sociedad, como reacción a las desigualdades
sociales existentes en el capitalismo. Carlos Marx proporcionó la teoría, y
Lenin la práctica. Este sistema pretendía una mejor distribución de la riqueza,
una sociedad más justa e igualitaria. El partido comunista de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, en una declaración de 1961, consideraba que:
-
el comunismo es
un sistema social sin clases, en el cual los bienes de producción son de
propiedad estatal;
-
en él existe una
igualdad social;
-
bajo este sistema
crecen las fuerzas de producción sobre la base de un desarrollo constante de la
ciencia y la técnica;
-
rige el
principio: “de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”.
Desde 1917 en la Unión Soviética y después de la Segunda Guerra Mundial en otros
países, el socialismo ha sido un modo de organizar el Estado, la sociedad y la
economía sobre los principios de igualdad y solidaridad que pretendían poner
fin a la explotación del hombre por el hombre.
Este sistema fracasó. La parte
del mundo controlada por el comunismo cambió y surgieron nuevos protagonistas
de la economía mundial. Cuando la
URSS dejó de existir y con ella el principal modelo
socialista, se dijo que más que un fracaso económico y político, es la quiebra
y el fracaso de una ideología.
Características del modelo económico socialista: Este modelo tiene
como objetivos:
- Terminar con
la propiedad privada y sustituirla por una propiedad colectiva o estatal,
al igual que los medios de producción: el Estado gestiona las empresas o
cede la gestión a cooperativas, y la propiedad privada se reduce a bienes
personales.
- Eliminar las
clases sociales y establecer la vigencia del proletariado en tanto se
constituye a sociedad comunista, sin clases y sin Estado. Realizar una
planificación centralizada de la producción, la distribución y el consumo.
- El Estado
dirige la economía mediante planes que marcan los objetivos de desarrollo.
- Un partido
único, el Partido Comunista, domina la vida política y económica, ejerce
el monopolio del poder y controla la administración, las empresas, etc.
interés social, por el que los beneficios económicos deben permitir la
atención sanitaria, cultural y educativa de todos.
Carlos Marx (1878-1883) nació en
Prusia, Alemania. En 1848 redactó, junto con Engels, el Manifiesto Comunista,
que contiene los principios sociales de su doctrina. En 1867 se publicó el
primer volumen de El Capital, donde enunció su teoría política y económica.
Construyó un modelo económico para demostrar cómo el capitalismo
explotaba a su clase trabajadora y cómo esta explotación conduciría
inevitablemente a su destrucción.
El Populismo:
Cuando se habla de
populismo, el término se refiere, principalmente, a:
- Un movimiento social y político de masas que busca soluciones económicas, sociales y políticas;
- Un movimiento democrático con formas autoritarias de gobierno,
- Donde el pueblo es el referente principal y centro de la acción política.
- Frente al comportamiento institucionalizado, se ofrece la participación directa, inmediata y activa a las masas.
- Esta acción y participación de las masas, aparte de tener un alto componente irracional, tiene un carácter emancipador y catártico.
- Y si importante es el concepto de pueblo, no lo es menos el de Nación e Identidad nacional.
- Son términos que nos remiten a las raíces (del pueblo), y que en su origen se encuentran en el hombre del campo o el indígena. No debemos olvidar que el primer populismo fue el populismo rural.
- Eso no quita que a lo largo del siglo XX fuera apareciendo un populismo urbano e industrial, unido a la burguesía y el proletariado, frente a las fuerzas oligárquicas. Será policlasista, pero sin incluir a todas las clases; dominará el proletariado o la burguesía, según los casos, y siempre con un dirigente carismático a la cabeza.
- Si el pueblo no ha alcanzado los derechos y las libertades que, según él, le pertenecen, es porque en el camino se ha interpuesto el enemigo, el extranjero, la oligarquía o cualquier otro poder opresor y acaparador.
- Todo esto traerá una visión maniqueísta de la sociedad (de buenos y malos o de amigos y enemigos) y en los discursos de los líderes aparecerá una imagen moralizante cargada de frases mesiánicas, insultos, prejuicios, promesas y rituales de seguimiento y descarga emocional.
- Si al principio decíamos que el populismo podía entenderse como un movimiento social y político de masas, también podemos añadir que puede entenderse como una forma de gobierno
- Al que se llega por la vía democrática del voto (elecciones o plebiscito).
- El Gobierno o el caudillo arbitra por encima de las clases e instituciones
- Parte y reparte entre el pueblo y hace todo lo posible para que los poderes legislativo y judicial se subordinen al poder ejecutivo.
- Su existencia se apoya en un liderazgo personalizado y “carismático”
- Entre (el) gobernante(s) y (los) gobernados abunda la comunicación, el discurso y la retórica, la grandilocuencia y el maniqueísmo.
- Y, sobre proyectos y programas, o no existen o no se cumplen. Esto último es lo que sucede ante tanta abundancia de promesas.
- Desde el poder se practica el clientelismo, el patronazgo y el paternalismo.
- Y, en el supuesto de que hubiere alguna ideología o doctrina en un gobierno o movimiento populista, estarían al servicio del poder personalizado.
Pese a tener unos años, el
siguiente texto constituye una de las
teorizaciones más logradas sobre el proceso bolivariano en curso, y, más en
general, sobre las relaciones entre socialismo y populismo. Se entrevé en él los términos de una
estrategia socialista factible en el contexto de un fenómeno nacionalista
radical – como el que caracteriza a Venezuela y, con menor profundidad, a
Bolivia y Ecuador – que logre apartarse tanto del sectarismo infantil, como de
la adaptación populista tan extendida en amplias capas de las nuevas
vanguardias latinoamericanas. Su autor,
Jorge Orovitz Sanmartino, es sociólogo e integrante del EDI (Economista De
Izquierdas).
El populismo como discurso
Durante décadas
los analistas de
la derecha intelectual
y política han
logrado transformar la expresión populismo en un término peyorativo, un
concepto que apunta a remarcar el carácter autoritario, irracional y demagógico
de un tipo de liderazgo. Laclau por
el contrario, tuvo
éxito en demostrar
su carácter racional
e, incluso, llevó
el concepto hasta su límite, definiéndolo como la forma de la
constitución política en cuanto tal. En consonancia con el retorno de la
política en el continente, Laclau ha recuperado su sentido creador, denunciando
“el eclipse total de la política” en autores como Hard y Negri, para quienes la
unidad de un pueblo implica un retorno al Leviatán de Hobbes, propiciando el
momento de la singularidad pura, el éxodo y la espera antipolítica1.
Para Ernesto Laclau el populismo
no es una ideología o una vía de articulación económica y política del estado,
de ahí que pueda haber populismos de derecha, de centro o de izquierda
y que Hitler,
Perón, Fidel, o
Ataturk sean definidos indistintamente como populistas. El
populismo define, sobre todo, una forma de la política mediante la cual puede
constituirse un grupo, en particular un “pueblo”2. Para formar un
“pueblo” se requieren
algunas condiciones. Una
de ellas es
la homogeneización de lo que denomina pluralidad de demandas
democráticas, que sólo es posible alcanzar mediante una frontera política, es
decir un antagonismo externo que permita la estructuración interna del pueblo.
Igual que Carl Schmidt, lo político como tal nace cuando se alcanza un
antagonismo (del tipo amigo/ enemigo). A
diferencia de Schimdt, Laclau concibe un homogeneización siempre incompleta, que
no logra eliminar las diferentes identidades particulares. Las demandas
democráticas insatisfechas constituyen la primera ruptura radical –la “falta”–
frente a un bloque de poder institucional. Así, del acervo de la lingüística y
del psicoanálisis lacaniano se extrae la idea de una tensión, siempre presente,
de una lógica de la diferencia y de una lógica de la equivalencia. Cuando la
última puede imponerse sin eliminar a la primera tenemos una formación
populista.
La cadena de equivalencias se
constituye en la medida que se articulan las demandas democráticas alrededor de
una de ellas que, sin dejar de ser un particular, adopta la forma de un
significante vacío –algo así como un universal nunca emancipado–, representando
las demandas populares, a partir del cual puede establecerse un antagonismo.
Así, esa nominación puede ser un líder, un pueblo o una clase. La teoría de la
hegemonía es transformada en una teoría de la nominación. Invirtiendo el manual
de algunos marxistas sobre la determinación política, es aquí el acto de
nominar el que constituye lo social.Por lo tanto el populismo puede ser
definido más como una técnica política que por un contenido político y social.
De allí que no tengan relevancia los programas u objetivos estratégicos. Al
populismo lo caracteriza su vacuidad intrínseca, que es la única forma en que
puede expandirse una cadena de equivalencias de manera tal de abarcar a capas
sociales cada vez más amplias.
Laclau ha tenido el mérito de
insertar la dimensión discursiva, simbólica de la movilización de masas y quitó
toda base narcotizada en la relación de las masas y sus liderazgos, ejercicio
tan afecto en los ideólogos de las clases dominantes. Sin embargo abrió nuevos
problemas. Algunos de ellos se encuentran en la casi desaparición de las raíces
estructurales de las formaciones populistas con consecuencias en dos sentidos
complementarios: 1- El populismo así definido sólo puede reducirse a las formas
simbólicas en que un campo de unidad política de masas es constituido, sin
capacidad de explicar las raíces de su dinámica, contradicciones fundamentales
y su agotamiento;
2- No
encuentra otro horizonte
que el de
las formaciones económico-sociales capitalistas, dentro
de las cuales
se ha desenvuelto
el populismo, pues
no logra distinguir los
rasgos cualitativamente diferenciales de
sociedades en transición socialista. Puntualicemos estas
críticas.
Socialismo y populismo
El populismo de Laclau lleva
inscrita una contradicción no resuelta. En teoría nada impide que las formas
populistas de la constitución de un pueblo puedan adoptar la simbología y la
ideología socialista, si ella pudiese alcanzar el status de un equivalente
universal y se volviese el significante constituyente de todas las demandas
particulares. Un populismo de izquierda podría ser la vía de una revolución
socialista. De hecho Laclau menciona en sus primeros trabajos sobre el
populismo una vía de este tipo al afirmar que el socialismo, parafraseando a
Lenin, sería la etapa superior del populismo. Sin embargo sus trabajos
fundamentales están orientados a demostrar que una perspectiva clasista es
incapacitantemente estrecha para alcanzar un ampliación de la cadena de
equivalencias. Ese motivo lo lleva a reivindicar las tentativas de eliminar el
contenido clasista como la realizada por el PC italiano de Togliatti con la política
de frente popular de la segunda posguerra. Al radicalizar a Gramsci, para quién
una articulación hegemónica debía realizarse mediante la extensión del
principio clasista a todas las clases subalternas, Laclau exige la ruptura de
toda lógica clasista para lograr un estiramiento de la cadena equivalencial
que, ambigüedad mediante, represente como significante vacío a toda al cadena
de demandas democráticas. Es inevitable que en esta lógica de la articulación
populista, el principio general, no explicitado, sea la coalición policlasista
y la erradicación del antagonismo clasista. Mientras en teoría el socialismo
sería el populismo químicamente puro, en la práctica fue eliminado como
horizonte social e instrumento político.
En la experiencia práctica el populismo
ha revelado esas limitaciones para trascender al estado capitalista, algo que
era imprescindible para preservar las conquistas de dichas formaciones ante las
presiones exteriores e internas. En relación al estado capitalista, el
populismo ha sido más continuidad que ruptura, y en muchas ocasiones ha podido
reabsorber y reconducir las demandas populares. El caso del México de Cárdenas
no es la excepción. Aunque se nutrió de toda la energía revolucionaria de las
dos décadas pasadas y muchas de sus obras tuvieron efectos duraderos, derivó,
sin solución de continuidad, en el inicio del bonapartismo de signo contrario
con la presidencia de Manuel Ávila Camacho, mostrando una reversión indolora
respecto al antagonismo simbólico ‘irreductible’ del período previo.
Sólo es posible equiparar ambos
términos –y el antagonismo populista puede constituir una brecha radical con el
bloque institucional– allí donde se opera una segunda brecha en las relaciones
de propiedad, pero entonces la fisonomía del populismo cambia radicalmente al
transformarse en ruptura socialista. Por ese motivo es teórica y políticamente
incorrecto asociar uno al otro.
Una de las fallas más severas de
las conclusiones de Laclau, es no indagar en la fase de asunción al poder
estatal del populismo. Mientras es posible y necesario servirse de los estudios
de la lingüística y el psicoanálisis para comprender los fenómenos de masas en
la constitución de una “voluntad nacional popular”, es obligatorio también
comprender las bases sociales en que ellas se constituyen, porque de su
composición y dinámica social depende que las demandas democráticas puedan o no
ser satisfechas, sin lo cual, paradójicamente, la articulación populista deja
de funcionar. Es el motivo básico de los límites históricos de
las formaciones populistas.
En el caso
del peronismo, una limitación de clase insalvable impidió
movilizar a las masas y frenar las presiones sociales adversas, lo que
desembocó en el golpe militar de 1955. No basta con constituir discursivamente
al enemigo, por ejemplo, la oligarquía. Hace falta quitarle poder social y
político. En este punto sigue estando presente el contenido preciso de la
teoría de la revolución permanente formulada por Trotsky, en el sentido de que
las demandas democráticas en países atrasados deben superar las restricciones
de la propiedad privada y del estado capitalista para poder ser satisfechas de
manera estructural y duradera, no sólo en cuanto a su concreción efectiva, sino
también a su realización y ejercicio. El acceso a la arena política desata una
lógica de multiplicación de las demandas. Pero es justamente aquí donde el
populismo “realmente existente”, en su limitación estructural como alianza
policlasista, componedor de intereses antagónicos, ha bloqueado la dinámica
permanentista. Esta dinámica de características anti-capitalistas se volvió el
único medio eficaz de desarmar los intentos de las clases y los poderes
antagónicos por desactivar, incluso mediante golpes militares y masacres
masivas, el potencial revolucionario de la movilización populista.
Los límites estructurales a la
satisfacción de las demandas democráticas, el bloqueo contrarrevolucionario a
las luchas proletarias y la influencia de los factores que alimentaron esa
polarización bajo el tercer gobierno peronista en 1973 (crisis del petróleo,
inflación, caída de las ganancias y poder emergente del proletariado
industrial) son olímpicamente olvidados
por el esquema
de constitución simbólica.
Fue la limitación estructural de
la argentina dependiente, causas profundamente materiales, las que limitaron
esa expansión y llevaron a un choque de intereses crecientes en el seno de la
formación peronista. La “lógica de la contingencia” no puede captar el sentido
en que Gramsci había limitado
la capacidad de
compromiso hegemónico de la clase trabajadora, –y de cualquier otra
clase–, a que no se dejen de lado del todo sus intereses particulares,
corporativos.
El populismo puede funcionar como
alianza de clases mientras consiga integrar económicamente intereses
contradictorios. La definición de Laclau se despreocupa de esta base
estructural y por eso no ha indagado más allá del período de su constitución,
para adentrarse en el de su crisis y ocaso.
El populismo como concepto debe
necesariamente incorporar ciertas dimensiones sociales y estructurales. En
América latina posee ciertos rasgos de familia: un estado más o menos regulador
y proteccionista que sostenga una alianza de clases basada en un patrón de
producción y consumo mercado internista, distribución de ingresos, gestión
estatal de variables macroeconómicas y política social activa. Cada formación
populista difiere considerablemente entre sí en relación a estos componentes,
pero ninguno puede prescindir de una buena cantidad de los mismos. La lógica de
equivalencias no puede constituirse sin algunas de estas medidas o una
combinación de varias de ellas. Una política neoliberal, al desplazar las
relaciones de poder hacia el mercado, independizar el mercado laboral de
cualquier política pública, etc., rompe cualquier marco de contención
populista. Es por ello que Carlos Vilas rechaza con razón denominar a gobiernos
como los de Menem o Fujimori “neopopulistas”, pues el populismo no es “una opción
permanente en la
política latinoamericana con
independencia de las configuraciones cambiantes de los
escenarios históricos –vale decir de la configuración de las clases y otros
actores sociales-, del desarrollo y orientaciones de la organización económica
y de los procesos de acumulación…”. La confusión proviene del hecho de que los
caudillos neoliberales de los 90 sí se han servido del clásico repertorio de
estrategias populista, utilizando su estilo plebiscitario.
Mientras que Laclau considera al
populismo como un bloque antagónico a todo poder institucional, deja de lado un
antagonismo radicalmente sobreimpuesto al mismo: la constitución de
un bloque de
oposición radical a
todas las relaciones
de poder capitalistas en general,
punto de partida de toda estrategia socialista.
En cuanto
a las formas
políticas en que
el populismo es
capaz de articular
la constitución de un pueblo, el peronismo es un buen ejemplo de los
límites que un bloque antagónico tiene en la prosecución de una democracia
radical cuando es gestionada de manera populista. Como lo sostuvo De Ipola “las
modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político “pueblo”
fueron tales que conllevaron necesariamente
la subordinación/ sometimiento
de ese sujeto
al sistema político instituido –al “principio general de
dominación”, si se quiere– encarnado para el caso en la figura que se erigía
como su máxima autoridad: el líder”5. El peronismo constituyó al pueblo en
sujeto político al mismo tiempo que lo subordinaba al principio general de
dominación y al poder del estado. Este fetichismo estatal reproduce relaciones
de dominación que el
socialismo espera superar.
Laclau invalida esta
aspiración socializante
enfatizando la existencia
perenne de la
política en cuanto
tal y en la
creencia de que el paso a la “administración de las cosas” como Marx citaba de
Saint- Simon, es sólo una utopía imposible. Sea o no posible la “abolición de
la política”, un argumento tal engendra eternamente el principio jerárquico de
dominación. Sin superar el poder en sí, se termina reproduciendo un bloque
estatal de estratificación de poder. El socialismo aspira a la desarticulación
de esa dominación y a cualquier resto de asimetría y desigualdad de clase y de
otro género en la naturaleza de las relaciones humanas, favoreciendo una libre
autonomía y limitando las interferencias estratégicas de poder en el campo de
la formación de una ciudadanía democrática. Esa es la misma razón por la que se
debe impugnar tanto el estalinismo en las experiencias del socialismo real como
el fetichismo estatista derivado de su propia lógica jerárquica y explotadora.
En eso consiste la idea marxista de una “asociación de productores libres”,
incluso si ella es sólo una idea regulativa. Impugnar las barreras que separan
al socialismo del populismo a raíz de la reproducción a escala ampliada del
principio jerárquico y opresor de los países
mencionados, consolida la
idea de que
un horizonte social
diferente es imposible.
Por último, una democracia
radical, objetivo explícito del posmarxismo, sólo es posible en la medida en
que sean removidas las barreras estructurales que reproducen las condiciones de
un acceso desigual a la arena política. Esa desigualdad básica sigue
asentándose en la capacidad de apropiación del excedente social asegurado por
la propiedad de los medios de producción de la clase capitalista. De aquí que
una perspectiva socialista sea la única variante de asegurar una democracia
tal.
En conclusión, nunca el populismo
ha representado el antagonismo contra todo tipo de opresión y dominación y por
eso mismo, populismo y socialismo son proyectos estratégicos distintos. Una
democracia radical solo puede devenir tal en cuanto se debilitan las formas
alienadas de la economía y el poder y en consecuencia el antagonismo de clase.
El estructural-funcionalismo y su
variante de izquierda
En los clásicos trabajos sobre el
populismo del sociólogo argentino Gino Germani, se destacan ciertos conceptos
que son constitutivos de su mirada teórica. Su estudio del peronismo parte de
la caracterización de un fenómeno atípico, un proceso de modernización abrupta
que da como resultado una movilización no integrada institucionalmente. De este
modo lo que debería haberse desenvuelto de acuerdo a ciertos cánones según el
modelo europeo, no se registran en la experiencia peronista. Si en el primer
caso una democracia representativa logró integrar a los partidos, sindicatos y
movimientos de la clase obrera en tanto organizaciones autónomas, en América
latina este proceso no se logró debido al desbordamiento de los canales
institucionales con demandas crecientes. Esta situación de “anomia” ofrece “grupos en disponibilidad” que pueden ser
“manipulados” por nuevas formaciones políticas populistas que desprecian la
democracia y tienden a ser autoritarias, basados en figuras carismáticas.
Mientras que en Europa la clase obrera se consolidó mediante la identificación
a sus partidos de clase, sean revolucionarios o reformistas, en América latina
adoptaron un comportamiento “anormal”, “desviado” sin capacidad de autonomía de
clase y carentes de una ideología correspondiente. De ese modo la adscripción
al peronismo, al no seguir el modelo europeo se revela como “irracional”, una
“aberración”, mientras lo racional hubiera sido el “método democrático” de
corte europeo. La “tragedia argentina” consistió en un tipo disfuncional de
integración de masas que dio como resultado una formación histórica
autoritaria6.
Germani también introduce en su
análisis un componente estructural de determinaciones históricas por las cuales
entiende que en cierto sentido no cabía otra actitud a la clase obrera de los
años ‘30, por lo que reintroduce cierta “racionalidad” o justificación en el recorrido histórico de
la clase obrera.
En el caso de algunas corrientes
de pensamiento de la izquierda argentina, las formaciones populistas
constituyen un “desvío” o “deformación” de un trazado político que debería
corresponder a su propia naturaleza de clase. En este caso las articulaciones
populistas no dejan
de ser irracionales
o desvíos históricos
aberrantes, aunque se explican
por una divergencia
extendida en el
tiempo entre la
clase obrera, inherentemente
revolucionaria en un período de decadencia capitalista, y sus liderazgos,
siempre conservadores y reaccionarios por la acción corruptora ejercida por el
capital. Sobre la base de esta lógica, las formaciones populistas, recurrentes
a lo largo de la historia del siglo XX y con fuerza en algunos países en la
actualidad, está concebida como un constante desvío y distorsión de los
objetivos que su esencia clasista le dicta a la clase obrera. Mientras que en
la perspectiva funcionalista el pueblo constituye una masa disponible a la
manipulación, en esta versión su disponibilidad se da producto de una traición
política y no de una disfunción social.
Esta conceptualización es
contradictoria con el poder esencialista que se el atribuye al proletariado. En
definitiva cabe preguntarse cómo es posible que una fuerza histórica
determinante en la sociedad pueda carecer de eficacia en el plano político de
una manera tan profunda y prolongada, siendo incapaz de conservar su autonomía
incluso en procesos revolucionarios.
Los usos de la Ideología
La base para representar al
populismo como una desviación, es en parte la definición de ideología como
“falsa conciencia”. El populismo puede ser representado como la expresión
distorsionada de una representación proletaria ante la cual el papel del
marxismo, en cuanto ciencia del materialismo histórico, es la desenmascarar y
volver transparente lo que antes era opaco a los ojos de las masas. Este
concepto de ideología, se sabe, es uno de los varios significados que Marx
ofreció de ellos y quizá el más controvertido, sostenido en la metáfora de la
“cámara invertida” que muestra una distorsión de la imagen desde la propia
retina. Aunque esta definición parece hoy arqueológica, otra perspectiva, menos
positivista, sobre una falsa conciencia no puede obviarse. En dicha metáfora
Marx y Engels hacen hincapié en la distancia que separa las condiciones
materiales y sus propias acciones de las ideas que los hombres se representan.
Esa distancia es la que les permitió enfrentar la identidad absoluta entre
objeto y sujeto del idealismo alemán. Igual que en Freud, ellos introdujeron la
sospecha, revolucionaria, sobre lo que los hombres dicen de sí mismos. La
brecha que existe entre ambas es el espacio de reflejos y ecos distorsionados
de los que hablan en La ideología alemana. En una época donde se ha abrumado a
las ciencias sociales con un relativismo posmoderno, es bueno anticipar que no
todo puede ser sustraído a una verificación en cuanto a la falsedad o verdad de
un enunciado. En este sentido el concepto de lo científico no deja de tener un
valor real para el movimiento social. No deja de ser cierto que los discursos
racistas o sexistas son expresiones distorsionadas o falsas sobre un sexo débil
o sobre una raza inferior, así como una perspectiva condescendiente con el
holocausto pueda expresar una falsa conciencia respecto a la condición de los
judíos. Tiene implicancias para el debate aquí propuesto. Laclau no le da
importancia al tipo de enemigo que un
discurso construye. Lo
que importa es
la construcción de una
conciencia contingente tout court. Puede ser una fantasmática “oligarquía”, el
imperialismo, la burguesía mundial, los ricos, la globalización7. Lo importante
para la política radical es constituir un pueblo. Pero el enemigo también
pueden ser los judíos, los inmigrantes que quitan el trabajo a los nativos o la
amenaza del país vecino. Sin distinguir algún criterio de verdad, que
trasciende el discurso mismo, todos los gatos son pardos en la noche
relativista. No basta con constituir un pueblo, hace falta que dicha unidad se
corresponda con algún tipo de interés histórico, en cierta medida más allá de
la conciencia inmediata de los actores sociales.
La brecha, nunca eliminada, entre
lo que hacemos y lo que pensamos sobre ello, se encuentra en un territorio de
opacidades y no siempre estamos en condiciones de comprender de la mejor manera
los actos que nos gobiernan. Sin embargo de esta falta de transparencia no se
sigue su necesaria falsedad.
Las ideas sobre reflejos y ecos
sugieren demasiados problemas y reminiscencias iluministas y racionalistas más
próximas al materialismo mecánico. Las intervenciones políticas, las ideas y
significados que damos a las cosas organizan nuestro mundo vital, son parte de
las condiciones materiales y no son sólo distorsiones ideológicas de una
infraestructura económica. Como sostuvo Raymond Williams “No es como si
existiera ‘primero la vida
social y material
y a continuación,
a cierta distancia
temporal o espacial, la
conciencia y ‘sus’ productos (…) La conciencia y sus productos son siempre
parte, aunque variable,
del propio proceso
social material”8. Es
a través de
unas prácticas, de una experiencia y de una lucha cómo puedo transformar
mis propias opiniones sobre un sistema social. No es posible entender el papel ideológico
de un discurso sin comprender el medio social y político, es decir histórico,
que ese discurso atraviesa. Volveremos sobre este punto al considerar el
concepto de hegemonía.
Entre un mundo social
distorsionado y completamente opaco respecto de los actos e intereses sociales
propios y una comprensión transparente del proceso social en el que se está
inmerso, existen una serie de tipologías de frontera variable. Una conciencia
verdadera no puede estar exenta de mediación simbólica.
Alimentando un desliz
racionalista e iluminista, Althusser separó tajantemente en algunos de sus
escritos, la ciencia de la ideología. Las posiciones de la clase obrera se
expresan no en alguna ideología, sino en la Ciencia , la del materialismo histórico, en lucha
siempre permanente contra toda ideología, incluso aquellas de la clase obrera.
Separa una falsa conciencia –ilusiones, creencias, sentido común- del saber
verdadero. Pero una ciencia así definida sólo puede tener como criterio de
versad su propia coherencia interna, y la sustrae de todo contexto histórico.
Igual que la sociología de Augusto
Comte, para la cual las
ciencias sociales son
una “física social”
de tipo objetivo, la historia
queda fuera de toda explicación social. Una metafísica científica, desaloja a
la historia y se vuelve sobre sí misma para encontrar su propio criterio de
verdad, con el cual Althusser pretendió conjurar el peligro relativista que
anida en el historicismo.9 Por otra
parte, analiza lo imaginario como un elemento ficticio, distorsionado. De Ipola
utiliza a Rancière para ofrecer una versión diferente: “En el prólogo en
cuestión (Se trata
del libro La
lección de althusser)
Rancière hace un conjunto de observaciones sobre las
condiciones que hicieron posible, y necesario, el surgimiento de la teoría
marxista ‘…(que se sirve) de las formas
discursivas de la ideología proletaria: lo que Rancière llama ‘las voces del
taller, los rumores de la calle, las consignas de la insurrección …las formas
de la literatura obrera o popular y de la canción picaresca…’. De alguna
manera, el discurso científico de El Capital, como el discurso filosófico de
los Manuscritos, articula, en el registro de una teoría o de una filosofía determinadas,
las consignas de
lucha de los proletarios. Y
no sólo las consignas: también los ‘sueños’, las
‘fantasías imaginarias’ de los obreros. Mientras que lo imaginario en el
discurso popular puede representar un obstáculo al conocimiento, puede en otras
circunstancias representar una condición de posibilidad del mismo”.
Ideología y hegemonía
El concepto de hegemonía puede resultar más
flexible y menos rígido para entender el fenómeno por el cual las
significaciones en un proceso histórico deben ser permanentemente negociadas y
donde no existe un límite infranqueable para la utilización de ciertos tópicos
ideológicos. Ella incluye también el político y el económico. Se
puede ejercer cierta
hegemonía mediante todos
estos recursos y en
general ellos están siempre comprometidos. La hegemonía, al ser constituida por
una clase o bloque de clases en lucha frente a otro bloque, debe necesariamente
apropiarse de determinadas ideologías de las clases subalternas si pretende
volverse hegemónico. Hasta el régimen fascista, cuyo centro fue la coerción y
el terror más que el consenso, se apropió de ciertas demandas populares y
ciertas tradiciones nacionales. En la Venezuela actual, por ejemplo, la nacionalidad es
un campo de disputa áspero. Mientras que la figura simbólica de Bolívar fue
asumida en el pasado por la institucionalidad estatal como precursor de la Venezuela moderna, hoy
ha sido reapropiada como instrumento histórico de la lucha antiimperialista.
Una “creencia verdadera” de las
clases explotadas puede ser estructurada en el seno de un discurso
hegemónico dominante o
viceversa. El sincretismo
de la iglesia colonizadora en
América latina o
el carnaval medieval
pueden ser ejemplos
de absorción cultural de
elementos populares ajenos.
El sentido político
de ciertas creencias, puede
ser asumida como
propia por las
clases dominantes. Algunos contenidos institucionales pueden ser
reivindicados como propios, o ser abandonados al enemigo. Ese es el valor
político ambiguo que tiene la democracia, ya sea una conquista de la lucha
popular, o “el mejor envoltorio de la dominación capitalista”. En Venezuela el
patriotismo nacionalista inculcado por las clases dominantes durante décadas,
que contribuyó a la defensa de la legitimidad del régimen ha sido radicalmente
replanteada bajo otra perspectiva y dio lugar a la diferenciación política en
el seno de sus Fuerzas Armadas.
El papel que cumple la ideología
como fuerza política requiere de una definición relacional, lo que sucede
también con respecto al Estado, como lo hemos destacado en otro lugar frente a
las definiciones de tipo instrumentalistas.
Las clases sociales no explicitan
sus ideologías de manera desnuda, directa, como si les correspondieran
determinadas concepciones como productos naturales de su propia naturaleza.
Las ideologías son espacios de
disputa, ambivalentes, un campo semántico complejo y conflictivo; allí algunas
ideas brotarán más directamente de experiencias clasistas, otras menos. Por su
parte, al constituir articulaciones ideológicas las clases adquieren
compromisos ideológicos con otras clases, así como económicos y políticos. La
formación ideológica de una clase nunca está ligada directamente a una
“naturaleza social” aunque ella sea su fundamento material -en concordancia con
su posición de clase-, sino a la relación que en la lucha histórica ha tenido
con el resto de las clases sociales. En ese campo de lucha, los significados
son permanentemente robados, negociados, transformados o reapropiados por las
clases en disputa, y esa composición hegemónica
es productora de
significados sociales duraderos
que, para decirlo
en términos de Althusser sobredeterminan las relaciones sociales. Ese
fue el mayor aporte de Edward P. Thomson al estudio de la manera en que la
clase obrera se constituyó a lo largo de los siglos.
En otros términos, existe una
lucha permanente por la interpretación de los hechos y los discursos, lo que
implica una disputa no sólo en el espacio de la producción de sentidos, sino en
el de la circulación y la recepción de los mismos. Si en América latina lo
ideológico aglutinó a lo social y lo político, conformando sujetos colectivos
de identidades no clasistas, también es real que en ese movimiento colectivo no
dejó de expresarse las orientaciones clasistas, de manera que se desplegaron un
conjunto de disposiciones diferenciadas de sujeto, en el que el momento
clasista nunca dejó de tener su peso específico, imponiendo una diversidad de
orientaciones de acuerdo al peso social y político de las clases trabajadoras
del continente.
Lo que implica hoy el
“bolivarianismo” es algo muy distinto de los que significaba en el imaginario
colectivo venezolano en el pasado. Lo que signifique un “socialismo del siglo
XXI” para los nuevos empresarios vinculados a las contrataciones de obras del
estado, parece ser algo muy diferente para aquellos que lo asocian a una
democracia participativa y protagónica, de acuerdo a la nueva Constitución
bolivariana y al impulso actual a los Consejos Comunales. La convocatoria a la
formación de nuevos Consejos Laborales en las empresas públicas y privadas
puede ser entendida como un acto manipulatorio para ejercer un control más
directo desde el Estado, o puede serlo como un campo de confrontación en los
lugares de trabajo que potencia la acción y la influencia de los sindicatos
clasistas. Su dinámica depende de su interpretación social y no sólo de un acto
de gobierno. Como lo afirma Carlos de la Torre “El populismo, igual que el carisma no
puede reducirse a las palabras, acciones y estrategias de los líderes. Las
expectativas autónomas de los seguidores, sus culturas y discursos son
igualmente importantes para entender el lazo o nexo populista”12. Mientras que
una perspectiva de falsa conciencia tenderá a considerar al discurso socialista
como “demagogia” de Chávez, una perspectiva hegemónica tenderá a considerar el
discurso como un componente esencial de las nuevas percepciones populares y se
inclinará por entender la apertura de un campo semántico de disputa, es decir,
una lucha política por el significado de dicho socialismo.
Ahora es posible entender mejor
cómo el terreno de la ideología se vuelve un campo político no
por la impugnación
lisa y llana
de las tradiciones,
mitos, creencias y símbolos populares, incluidos sus
caudillos, sino un espacio de disputa por su significación, relevancia
y alcances desde
una perspectiva socialista.
El acto hegemónico no trata
tanto de desalojar una ideología por otra, como en articularla en un nuevo
entramado hegemónico.
Conciencia posible
Entender la ambigüedad del
populismo como un tipo de distorsión llana puede resultar equivocado. Bajo esta
perspectiva se suele subestimar las implicancias políticas del fenómeno chavista,
sobre todo el
avance político, de
conciencia, de organización popular de los últimos años,
donde el proceso tomó un curso cada vez más radical como reacción a los
intentos desestabilizadores de la derecha. Esa dialéctica entre liderazgo y
masas movilizadas, sólo es posible comprenderla bajo otro concepto que el de
una dicotomización entre el arriba manipulador y el abajo desorganizado.
Quizá esto pueda ser explicado
con un concepto que utiliza Lucien Goldman, el de conciencia posible.
Goldman enfoca el problema sobre
la conciencia posible más que sobre la conciencia real. Después de todo, la
mejor encuesta sociológica no hubiera podido detectar en enero de 1917 que esos
campesinos que bendecían al zar se hubieran alzado contra él pocos meses
después. Se trata de comprender los cambios susceptibles de producirse en
la conciencia. Mientras
que ellos podían
aceptar ciertos puntos
de un programa socialista, eran incapaces de
asimilar uno que sostuviera la socialización de la tierra. Por eso motivo
Lenin abandonó su
programa original y concedió
la posibilidad de un
reparto individual, lo que le valió un áspero debate en el seno del socialismo.
Frente a los campesinos, Lenin logró negociar de manera tal que pudiera avanzar
su programa socialista. Un conflicto más fundamental se encuentra en el dilema
de los economistas clásicos, a los que Marx los consideraba epistemológicamente
incapaces de ir más allá de su conocimiento del Valor, producto de su propia
perspectiva de clase, lo cual tiene implicancias fundamentales en la teoría de
la comunicación, porque aquí la capacidad comunicativa está
ontológicamente bloqueada. Se trata
ante todo del
problema del campo de conciencia
de un grupo y de su variabilidad sin que se operen cambios sustanciales en
la estructura social.
Lo que nos
interesa aquí es
más bien unas consecuencias derivadas
de la conciencia
posible, aquella que
puede situarse y se
vuelve concreta para todo un grupo social en una coyuntura histórica. En ese
caso lo que es “falso” o “verdadero” no puede ser definido de manera externa,
sin comprender el campo de las opciones posibles, determinadas por la historia
pasada y la coyuntura política. Tomemos el caso del programa de Lenin sobre el
derecho a la autodeterminación nacional. Aquí también muchos socialistas, entre
ellos Rosa Luxemburgo, se opusieron a dicha consigna por considerarla una
claudicación al nacionalismo burgués. Pero Lenin tenía en mente algo parecido a
esa estructura de lo posible en la conciencia de las masas. Lenin entiende que,
frente a la presión zarista, la autodeterminación de las naciones oprimidas por
el imperio ruso constituye una opción política realista y emancipadora, que la
burguesía nacional desea capitalizar para sí misma. Un internacionalismo abstracto
constituiría una perspectiva reaccionaria, porque la conciencia de clase
internacional debe ser situada en las condiciones de posibilidad reales en que
puede manifestarse. Las demandas y los sentimientos populares fueron un dato
fundamental en la consideración científica sobre lo “racional” o lo
“irracional” de una cierta adhesión política o inclinación de la conciencia. El
papel de lo nacional jugaba, como lo juego hasta el día de hoy en América
latina, un doble papel y por lo tanto constituye una arena de disputa por el
contenido social que debe adquirir.
Con esto nos basta para poder
avanzar hacia una definición más compleja sobre la conciencia y la perspectiva
socialista, y para poder captar en la experiencia práctica, en la “práctica
real vital”, como decía Marx, las opciones efectivas que tuvieron a mano los
actores sociales y que constituye una plataforma única para el desarrollo de un
movimiento socialista.
El caso de Venezuela parece
óptimo para ejemplificar el contenido preciso de una conciencia posible. El
hundimiento de los partidos hegemónicos de la era puntofijista, abrió el camino
para la emergencia de nuevas formaciones políticas una vez que el Caracazo de
1989 y el descontento popular agotaran las capacidades regenerativas del régimen
institucional. En esas condiciones emergió lo que había sido una tradición en
la política venezolana, un liderazgo militar, de características plebeyas que
mediante métodos anti-institucionales, logró captar el apoyo popular porque
abrazó demandas nacionales, antiimperialistas, agrarias e indigenistas en una
oposición polarizada al viejo sistema
de partidos. No
hay aquí “desvío”
alguno de una
perspectiva proletaria
socialista, porque en las circunstancias concretas no había una opción de ese
tipo que estuviera disponible. No fue la izquierda histórica, muy debilitada,
sino un liderazgo populista sin apoyo empresario ni político, salvo de algunos
sectores militares y de izquierda, el que lanzó un desafío al régimen de
partidos. Chávez fue indiscutiblemente el motor de un proceso de cambios
políticos y sociales que no hubieran tenido eco sin un movimiento popular
dispuesto a entablar una lucha. Esta característica resalta si se la compara
con situaciones como las de Bolivia y Ecuador, donde la fuerza combativa de los
movimientos sociales, el peso organizativo de los mismos y, particularmente en
Bolivia, la fuerte tradición de activismo proletario y campesino, fueron la
base de la construcción política institucional que luego llegaría al poder como
producto directo de levantamientos e insurrecciones.
En este sentido concreto, la
opción de las masas frente a la constitución de un campo de oposición
delimitado entre un bloque institucional caracterizado como corrupto y
subordinado al FMI y el imperialismo, y otro que se presentó abrazando una
causa nacional, operó en el sentido de esa conciencia posible que explica un
apoyo masivo del pueblo pobre a Chávez. Una oposición a dicho liderazgo en
nombre de un socialismo materialmente inexistente, reproduce ese tipo de
cortocircuito entre la doctrina y la conciencia
posible de un
movimiento real, que
se traduce en
una incomprensión histórica y una
apelación al recurso teórico del “irracionalismo”.
Esa conciencia
posible se sostiene,
además, en una
cultura política de
tradición histórica, donde las masas han sido incorporadas al movimiento
y despertadas a la vida política por liderazgos políticos populistas. Pero
mientras formaciones como las de Acción Democrática movilizaron de manera clientelar
las voluntades, en la actualidad se asiste a una combinación contradictoria de
flujos en ambas direcciones: interpelación desde arriba e iniciativas tomadas
desde abajo que constituyen un terreno de subjetivación política
cualitativamente diferente al tipo de movilización clientelar del pasado.
La polarización social y
radicalización política posterior al golpe y al paro petrolero alimentaron la
formación de organizaciones autónomas en urbanizaciones y municipalidades, en
el campo y empresas, como lo atestigua el crecimiento del movimiento campesino y la formación de la UNT junto con un proceso de
sindicalización creciente desde 2003. En este itinerario están contenidas todas
las contradicciones de un proceso abierto, en las que conviven tendencias
caudillísticas con aquellas de auto-organización que implementaron desde el
mismo estado las Misiones, los Comités de Tierra Urbana, las Mesas Técnicas del
Agua y otras instancias de organización por las bases que confluyen en los
Consejos Comunales como instancias de coordinación. La iniciativa de formación
del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) contiene todos aquellos
ingredientes contradictorios antes mencionados. Una necesidad de consolidar y
dinamizar el propio aparato político burocrático y darle consistencia
organizacional, concentrar una cadena de mandos intermedios que la difusión
pluripartidista de los denominados partidos del cambio (MVR, PODEMOS, PPT, PCV
y otros) no logra. Este movimiento se traduce en la convocatoria a una ampliación
de los espacios políticos de las masas y la toma de decisiones en un partido de
masas. Centralización burocrática y democratización. Tendencias contradictorias
que se procesarán en su interior, al que se trasladará todas las tensiones
vivas que existen en el amplio movimiento bolivariano. Por su carácter de
masas, dicho partido
no puede ser
definido en términos
categóricos, sino como formación centrista, vacua, a la manera
en que se dieron partidos o movimientos de masas en pleno proceso revolucionario,
como el Sandinismo y el FMLN salvadoreño, o formaciones con control estatal en
proceso revolucionario, como el ejemplo, según Trotsky, de la SFIO francesa en el ascenso
del Frente Popular en Francia en 1936.
En definitiva entran en tensión las
formas de cristalización institucional y de cooptación estatal con el
despliegue de movimientos de autogestión, como ocurre con la cogestión en
empresas o con la convocatoria a la formación de Consejos Laborales. Estudiando
comparativamente las formaciones políticas de la historia nacional venezolana
asistimos por primera vez a una amplia y expansiva red de participación popular
en los capilares de la sociedad
civil en un
país caracterizado, desde
la misma constitución
de su esquema productivo
rentístico, por su verticalismo y dependencia estatal, que en la cultura
nacional ha sido el gran redistribuidor de favores y prebendas a lo largo de la Venezuela moderna. En
ese sentido las alternativas para una evolución dinámica hacia una formación socialista
están hoy mil veces más maduras de lo que estaban hace diez o quince años,
cuando la izquierda revolucionaria era casi inexistente, la guerrilla había
sido liquidada y la izquierda alternativa como Causa R o el MAS se habían
adaptado rápidamente al cogobierno institucional AD-COPEI.
Lucha hegemónica
Lo decisivo de una ideología no es que sea una
falsedad respecto a una realidad vedada que nos gobierna, sino una fuerza
activa que organiza nuestras vidas mediante una “visión del
mundo”. Ella es
históricamente orgánica cuando
es argamasa de un
consenso histórico. Por lo tanto no es falsa o verdadera desde un punto de
vista científico-metafísico, sino si es eficaz desde un punto de vista
histórico en relación a la emancipación social. El sentido común popular, con
sus mitos y leyendas no puede ser desechado sin más, así como no se debe caer
bajo el influjo demagógico de venerar todo lo que proviene del pueblo. Se trata
de distinguir, separar, y rearticular las tendencias críticas y potencialmente
revolucionarias en las prácticas y sentidos populares en una estructura más
amplia y sólida, científicamente estructurada y que de cómo resultado una
visión del mundo superior a la vieja sociedad. Esa rearticulación de un sentido
común potencialmente crítico que nace de la experiencia vital (un revuelto de
sentidos de dirección imprecisa y contradictoria) con la “filosofía superior”
es el hilo que anuda la política, que no puede realizarse sin que existan
intelectuales orgánicos, y sin que ellos sean parte de esa masa popular, de
manera tal de asegurar la unidad de teoría y práctica. Ello da por resultado un
nuevo bloque hegemónico siempre móvil, en permanente construcción, de fronteras
imprecisas.
Izquierda y populismo en América
latina
Laclau ha hecho hincapié en el
carácter mediador de lo simbólico para entender la autonomía de lo ideológico
en la constitución de agentes sociales. Pero introdujo una escisión ilícita en
la dialéctica entre el campo simbólico y el campo social, de la que deriva una
contingencia radical, una
vez rota cualquier
ancla condicionante. Sin embargo es posible reconstruir una
estrategia socialista partiendo del concepto de hegemonía, reestableciendo su
dialéctica político-social. Es una tarea por desarrollar conforme al necesario
recomienzo de un pensamiento estratégico. Es posible para ello retomar el
sentido de una diferenciación de orientaciones en el seno del populismo, lo
cual lo vuelve un proceso dinámico. Allí están latentes una orientación basada
en la reconstrucción del estado mediante un modelo desarrollista y una
tendencia de ruptura social que conviven de manera inestable. El populismo
venezolano representa estas dos facetas, con mayor o menor preponderancia y
superposiciones de acuerdo a las coyunturas políticas.
Antes de proseguir constatemos
una serie de elementos constitutivos del nuevo proceso latinoamericano que
podrían servir para comprender un poco mejor el terreno de una recomposición
estratégica.
El papel preponderante del Estado
en la reconfiguración del proceso venezolano demuestra la vitalidad de las
formaciones populistas en el continente. Se trata de un fenómeno histórico y no
de una técnica coyuntural de manipulación política.
El elemento estatal es
preponderante en toda la formación social latinoamericana. Ella contrasta con
la génesis de las formaciones de clase europeas que se forjaron con mayor
independencia relativa del estado, en un antagonismo social permanente durante
todo el siglo XIX. En las clases subordinadas, dio origen a las mutuales,
sindicatos y partidos propios de clase. Su posterior integración en el Estado
Ampliado no borró la huella de su formación independiente. Fue distinta la
constitución de un sujeto político clasista en América latina (con todas las
desigualdades propias de países muy diferentes), muy asociada a la arena
estatal e integrada desde su constitución tardía en las formaciones populistas.
Este rasgo particular tuvo un peso decisivo en Venezuela incluso con la
formación de los modernos sindicatos en el siglo XX. Esa característica, luego
del hundimiento de la institucionalidad surgida en 1958 del pacto de Punto
Fijo, sigue siendo preponderante. La renta petrolera tiñó todo el campo de la
formación social de clases en base a la redistribución del poder y de la
asignación de recursos desde el estado. Sea mediante un sistema partidista
monopólico en la gestión estatal (AD- COPEI), o mediante liderazgos
movimientistas (Chávez), el Estado fue siempre un mediador fundamental en la
alianza de actores sociales, cobrando primacía sobre las organizaciones
intermedias (sindicatos, organizaciones profesionales, movimientos agrarios o
comunitarios) las cuales se han desarrollado bajo su tutela o estructurados de
acuerdo a su relación con él.
Esta relación asimétrica se
reprodujo en el proceso bolivariano, pero éste ha desatado un proceso de
retroalimentación abierta que por primera vez en la historia moderna venezolana
abre la posibilidad de un desarrollo considerablemente más autónomo de las
clases explotadas, condición indispensable para cualquier proyecto socialista.
Desde el punto de vista del debate sobre el socialismo desde abajo, está claro
que en Venezuela conviven dos tendencias
en un difícil
equilibrio. Persiste un
conglomerado de tendencias latentes
de dirección opuesta, aunque lo nuevo en el proceso actual ha sido la
radicalidad en las políticas de participación popular que reabren de manera
concreta el debate sobre las vías de la democracia directa y su relación con la
democracia representativa.
Estrategia socialista
Más allá de sus particularidades,
Venezuela vuelve a plantear una pregunta referida a las formaciones políticas
de masas en el continente: Cómo alcanzar una hegemonía de las clases
explotadas, y por lo tanto una voluntad colectiva nacional popular, recuperando
la dimensión clasista y socialista de dicha hegemonía15. La dinámica cubana
parece marcar más una excepción que un patrón de acción normativa. Allí una
dictadura militar fue derrocada por un
bloque democrático que en
su
dinámica social y
política, se desenvolvió de
manera permanentista dando
por resultado un
trastocamiento del régimen
democrático burgués hacia tareas socialistas. Pero en la mayoría de los países
de la región, las formaciones sociales menos rígidas, el permanentismo no
agotará la estratégica socialista. Allí está la dificultad de dicha perspectiva
en países con recambio constitucional, cierta movilidad social y riqueza de
instituciones políticas y civiles. Aún así el modelo cubano se basó en un
liderazgo popular democrático, bajo formas políticas no muy diferentes a
ciertos populismos regionales, ajeno a la izquierda latinoamericana, que
atravesó el umbral de la propiedad privada con la agudización del conflicto
desde mediados del año ‘60. Una mayor dependencia económica, una frágil
organización estatal y una burguesía muy débil, le otorgó al populismo cubano
un mayor contenido obrero campesino y lo hizo menos permeable a la influencia
burguesa, como en Argentina, Brasil o México. Allí todo el potencial socialista
de una rica tradición revolucionaria
pudo coagular en una orientación
de ruptura con la vacilación policlasista del populismo
continental. Dejó en los hechos de ser populismo.
Nuestra orientación, que
comprende el fenómeno populista latinoamericano como un conjunto contradictorio
de tendencias latentes, apunta a transfigurar y rearticular el contenido
popular revolucionario de dicha constitución en una voluntad colectiva anti-
capitalista y socialista. Las formas en que esto sea posible, el arte político
de dicho desenvolvimiento y el papel que le quepa a los líderes populares en
este proceso están abiertos al desarrollo real y concreto de cada proceso y a
las vías tácticas y mediaciones particulares que encuentre la izquierda en el
transcurso del mismo.
Lo importante es la capacidad de
orientar y desarrollar las tendencias revolucionarias por sobre las
conservadoras. Pero para ello no puede prescindirse del terreno en el que se
desenvuelve el conflicto: una recuperación de identidad nacional popular
antiimperialista, una recomposición de sujetos populares operada por la
intervención del movimiento bolivariano encabezado por Chávez, la percepción
popular de que un liderazgo populista ha sido motor de iniciativas radicales y de
la ampliación del espacio de intervención de las masas, y a su vez de la
participación y acción de estas mismas en los momentos críticos. Se abren así
toda una serie de problemas tácticos y políticos, pues los elementos indicados
se sobreimprimen a la tendencia cesarista, la reproducción de un movimiento
subordinado a la toma de decisiones de un liderazgo reducido e incluso unipersonal,
el aplazamiento de
una clara orientación
anti-capitalista que dificulta y
bloquea una reorganización social y productiva no rentística y preserva aún
niveles importantes de desigualdad y pobreza, por lo menos respecto a la
evolución de los ingresos petroleros.
La concreción de una estrategia
de hegemonía socialista implica un desafío para la izquierda, pues debe abandonar
todo aristocratismo político basado en el concepto de “falsa conciencia” y ser
capaz de superar el populismo sobrepujando y rearticulando toda una serie de
valores, demandas e identidades. Se trata de distinguir el contenido
estratégicamente diferencial entre el socialismo y el populismo, así como
comprender su entrecruzamiento.
Una versión pobremente
racionalista de la dinámica de la lucha de clases en Venezuela, puede estar
tentada, como dijimos, de una denuncia a la “irracionalidad” populista. En
ella, agentes sociales que deberían comportarse en base a unos modelos
prefijados de acción colectiva (por ejemplo el modelo ruso de relación con el
estado o de formación de organismos de poder), parecen siempre manipulados y
desviados de dicho objetivo. Esta concepción no tiene chances de explicar ni el
tipo de acción colectiva del proceso venezolano, ni el papel del liderazgo de
Chávez. Porque las formas y las vías que adquiere dicha
acción colectiva no
dependen sólo de
modelos y programas, sino también de la morfología social y
político-institucional resultante de toda una tradición nacional.
Es recomendable, en consecuencia,
abandonar cierta política de la externalidad, en la que se espera que un
movimiento de masas confundido y cautivo “despierte” de su encantamiento y
rompa políticamente con el populismo. La exterioridad política es una
consecuencia de dicha caracterización. Ella se sustenta en que el peor enemigo
es aquel que se “disfraza”
de socialista. La
idea de articular
demandas y estructurar
una estrategia socialista donde es lícita la “guerra de posiciones” como
momento de una guerra total, es reemplazada por una confrontación global y
directa, en primer lugar, con aquellos considerados como los enemigos más
pérfidos. La dinámica hegemónica que traslada el centro de gravedad político
desde una formación populista a otra socialista rearticulando los discursos y
las conquistas sociales, ideológicas y políticas, es reemplazada por una
confrontación directa con el populismo. Esa es la explicación por la cual todo
apoyo a medidas progresivas resulta desechado. Sólo una exterioridad total
respecto al movimiento populista, puede asegurar una doctrina y una pureza
revolucionaria total, capaz de lanzar una confrontación abierta al enemigo más
descarado, aquel que se disfraza de rojo. Por este camino una parte de la
izquierda se ha vuelto incapaz para
participar con éxito
en el nuevo
ciclo de luchas
y procesos populares abierto
desde fines de la década del ‘90.
Aunque nunca es posible
descartarla por completo, hasta ahora no se ha verificado una ruptura de masas
como la operada en el modelo ruso, que sentó las bases para una “técnica de
desenmascaramiento” y toda una doctrina sobre las consignas. La adhesión
popular hacia aquellos movimientos que despertaron una conciencia nacional de
masas perduró históricamente. Su decadencia nunca fue expresión de la
emergencia y amenaza directa de la izquierda revolucionaria, aunque sí se ha
verificado el desarrollo de alas de izquierda allí donde las tensiones llevaron
a una diferenciación cada vez mayor.
En el período que se abrió se
requiere un esfuerzo por repensar una estrategia socialista para América latina
que ponga como norte de su objetivo la fusión de aquellos valiosos revolucionarios
aislados durante mucho tiempo con un verdadero movimiento de masas. Sólo la
fuerza y vitalidad de un pueblo en revolución puede concretar una doctrina que,
si es histórica, si tiene el potencial para modificar la realidad, debe ella
también ser modificada por el movimiento revolucionario real.
El rol que pueda jugar la
izquierda socialista en la nueva ola latinoamericana es de vital importancia
para configurar el papel que ocupará en la revolución por venir. Por eso mismo
la estrategia de la izquierda latinoamericana debe ser puesta en discusión de
manera urgente.
1 Hard, Michael; Negri, Antonio,
Multitud, Debate, Barcelona, 2004.
2 Laclau, Ernesto, La razón
populista, FCE, Buenos Aires, 2005.
3 Laclau, Ernesto, Política e
ideología en la teoría marxista, Siglo XXI, Madrid, 1986.
4 Vilas, Carlos M., ¿Populismos
reciclados o neoliberalismo a secas?, Revista venezolana de Economía y Ciencias
Sociales, Vol. 9, Nº 3 (mayo-agosto), 2003.
5 Un debate sobre el populismo
que arranca con esta distinción se encuentra en Portantiero, Juan Carlos, De
Ipola, Emilio, Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes, 1981,
en De Ipola, Emilio, Investigaciones políticas, Nueva Visión, Buenos Aires,
1989.
6 Germani, Gino, Política y
sociedad en una época de transición: de la sociedad tradicional a la sociedad
de masas, Paidós, Buenos Aires, 1977.
7 Laclau, Ernesto, Por qué
construir un pueblo es la tarea principal de la política radical, Cuadernos del
CENDES Nº 62, Caracas, Agosto 2006.
8 Williams Raymond, Marxismo y
Literatura, Ediciones Península, 1980, pág. 93.
9 Si los criterios de verdad son
variables históricas y son la conciencia y la subjetividad proletarias lo que
cuentan, puede resultar subjetivista esa estrecha relación entre conciencia y
clase, como puede suceder en ciertos lugares de la Historia y conciencia de
clase de Lukács, tan renuente al concepto de ciencia en reacción a su mal uso
en la Segunda
Internacional. Aún así, Althusser olvida preguntarse por las
condiciones históricas y
materiales del origen
de su propia
ciencia, pues una
respuesta a aquella devolvería la imagen de una historia,
un tiempo y un espacio fuera del cual esa ciencia vería evaporarse sus
criterios de verdad.
10 De Ipola, Emilio, Ideología y
discurso populista, Folios, Buenos Aires, 1983.
11 Una discusión sobre el
carácter relacional del estado en el debate con las teorías anti-estatistas
puede verse en Sanmartino, Jorge, El comunismo como proyecto y perspectiva,
Revista de América Nº 1, Buenos Aires, 2006.
12 De la torre, Carlos, Masas,
pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo
populismo, Revista de Ciencia Política, Vol. XXIII, Nº 1, Pontificia
Universidad católica de Chile, 2003.
13 Goldman, Lucien, Importancia
del concepto de conciencia posible para la comunicación, en El concepto de
información en la ciencia contemporánea (Coloquio de Royaumont), Siglo XXI,
México.
14 Están en curso en Venezuela
toda una serie de iniciativas para desarrollar y dar un contenido socialista al
“protagonismo popular” definido desde la misma constitución bolivariana.
Algunos de esos aportes pueden encontrarse en El Troudi, Haiman,
Bonilla-Molina, Luis, Harnecker, Marta, Herramientas para la participación,
Venezuela, Caracas, 2005.
15 El mismo problema viene siendo
discutido desde los años 70 y principios de los 80. Una valiosa aproximación
que nos ha servido para retomar el debate actual es el aporte a problematizar
esta pregunta que se dio en el Seminario de Morelia. En particular De Riz
Liliana y De Ipola Emilio, Acerca de la hegemonía como producción histórica, en
Hegemonía y alternativas políticas en América latina, México, Siglo XXI, 1985.