Por Pedro Brieger
25.02.2011
En Túnez y Egipto los presidentes fueron depuestos y Muamar Kaddafi está viviendo su peor momento desde que asumió el poder en 1969.
En Marruecos la monarquía de Mohamed VI está tratando de contener las protestas con algunos guiños de apertura, y el gobierno de Argelia acaba de anunciar la suspensión del estado de emergencia decretado hace casi veinte años.
El objetivo en ambos casos es muy claro, quitarle motivos a la oposición para que sume adeptos a sus convocatorias.
Kaddafi habló el martes 22 de febrero y amenazó con una guerra civil que provocaría más de cien mil muertos. Fueron palabras para inspirar el temor más absoluto. Dijo que Libia dejaría de existir como país, sería invadido por los británicos y los americanos, se fragmentaría en varios pedazos, las regiones sin petróleo quedarían en la más absoluta de las pobrezas y el pan costaría más que el oro. En otras palabras, el caos.
Kaddafi parece no comprender la nueva etapa histórica que se abrió desde que el pueblo tunecino derrocó a Ben Ali. La inmensa mayoría de los árabes ha perdido el miedo. Es uno de los factores que permite comprender la participación masiva en las calles enfrentando a los tanques en la ciudad de Benghazi -la segunda del país- y otras menores que ya están en control de los grupos opositores.
Además, han renunciado ministros, importantes embajadores, funcionarios y asesores de primer nivel del régimen que parecían incondicionales del líder.
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