miércoles, 15 de junio de 2011

Estigmatizando a Hebe


 Por Horacio González *


A muchos, los que no necesariamente hablamos el lenguaje de Hebe de Bonafini, siempre nos interesó su forma de pronunciarse. Floración pura del pensamiento popular, Hebe se expresa en la manifestación práctica de un juicio sin mediaciones. No tiene reparos en ejercer la calificación más ruda ni evita el epíteto excesivo, moldeado de primera mano en su significación lacónica, lapidaria. Mucho se ha dicho ya sobre Hebe y lo que haya que decir ahora es de un peso mayor en lo que significa tratar el tema de la estructura moral de la sociedad argentina. Hebe proviene de un habitáculo especial en la lengua, el que se ocupa con las formas desenfadadas y directas del dolor, nombrando sin sordina ni tabiques. La vida popular argentina abriga sus recovecos inimaginables en ese tejido primario donde se juega la relación entre familia biológica e historia colectiva. Sustraída de su vida cotidiana por el secuestro de sus hijos, Hebe improvisó con su ingenio del vivir una ideología urticante, sostenida en fuertes dictámenes de un pensamiento de aristas impensadas que acompañó el complejo ciclo de nuestra democracia. Se arrojó desde el intransigente saber de su vida doméstica al seno mismo de la tragedia nacional. En suma, perdió e inventó familias.
No creo que los filólogos y antropólogos urbanos hayan dado todavía en el clavo sobre una lengua que sabe amasar todos los pliegues empíricos de la tragedia del vivir. Habitualmente, esas tragedias suelen tratarse en términos austeros, con fuertes dosis de silencio y llanto. Hebe, en cambio, exhumó instrumentos de eficacia inmediata, extraídos de ilustres dicotomías sobre el bien y el mal. Los distintos tonos de desprecio que el buen decir desea pulir o retener para no chocar demasiadas veces con el ámbito mundanal que nos movemos, en Hebe siempre contaron con una voluntad de exposición sin cortapisas. Visto el daño y sus comitentes, se los injuria no con el arte oblicuo que recomendaba Borges, sino con la frase que brota drásticamente de la conciencia lacerada. Soterradamente cristiana sin cristianismo, Hebe se movió con impulsos intempestivos, fundando instituciones y a la vez fuera de los quicios consabidos.
Pero si hubiera sido solo eso, es evidente que Hebe no hubiera sido un personaje central de la historia contemporánea del país, esa que una y otra vez seguimos interrogando. También enjuició las formas normales de tratamiento de la identificación de los desaparecidos. En su momento, hace ya muchos años, se opuso a que los osarios declararan sus nombres, y los pañuelos los quiso ver sin mención específica a un desaparecido, sino que debían referirse a la totalidad. Pura radicalidad reivindicativa, piedad bajo la forma de una gran abstracción, como quisieron exigentes teologías –laicas y de las otras–. Sin lápida, indicaciones ni señales. Si no se entiende mal esta cuestión que cuesta debatir plenamente, Hebe se oponía al reclamo individual o a circunscribir la reparación como unidad genealógica que reclama compensaciones al Estado, que ya no es el mismo, pero es sucesor de aquel otro Estado al que se cuestionaba. Así, Hebe aconsejó rechazar las indemnizaciones, es posible que pensando sobre la base de una idea nunca formulada explícitamente, que pertenece al acervo de los grandes movimientos del espíritu –sobre todo de las religiones mundiales– que en la conmemoración de los muertos deciden abandonar la forma “burguesa” proclamando que “un hombre es todos los hombres”. Fórmula que también utilizó Borges –y que sin mal no recuerdo se la comunicó a la propia Hebe– para su postrera condena a las tropelías de las dictaduras militares.
Fruto de un pensamiento que surge de lo concreto –esa señalada voluntad de señalar las cosas tal como se dan en su plena oposición–, Hebe también proponía interpretar la figura del desaparecido como un acontecimiento sin nombre, producto del terror en su procedimiento más abstracto, en su metodología esencial. Las innumerables discusiones que estas posiciones originaban nunca fueron examinadas con detenimiento por quienes estábamos interesados en ellas, pero sentíamos que provocaban divisiones dolorosas, a las que al cabo fuimos acostumbrándonos. La atmósfera de sobredeterminación que fundaba la existencia de los organismos de derechos humanos (esto es, no podían tener la lógica de cualquier agrupamiento político) quedaba agrietada con opiniones dispares sobre estos temas excepcionales. Nunca se había presentado una situación así en las discusiones argentinas, que demostraba una vez más que lo político era finalmente un acto de antagonismo esencial incluso en temas revestidos de sacralidad y duelo, como el de los desaparecidos y el lenguaje que debía instituirlos como columnas devocionales de la sociedad.
Hebe entraba en terrenos trascendentes de los dominios éticos de las naciones con el poderoso estilo del pensar barrial (basamento de metafísicas y moralidades tan vibrantes como ajenas al mundo letrado), y una oratoria de gran versatilidad en su fuerza enjuiciadora de los poderes, desde luego también tamizada por su voluntad de hablar lenguas directas, literales, sin metáforas. Centro subjetivo de una “maternitas” que incluía tácitamente alusiones a una forma de autoridad también enteramente extraída de la napa popular, difícilmente la gesta protagonizada hubiese sido posible sin apelaciones a una reflexión en los límites de la conformación familiar tal como dan en cualquier sociedad realmente existente. Esa forma de autoridad no se había registrado antes de ese modo entre nosotros, y a través de ella, el buscador de Hebe (buscador de situaciones límites en transe de exoneración), iba produciendo las grandes traducciones que su situación personal le inspiraba. Paradójicamente, su lengua directa no empañaba la fuerza de su pensamiento metafórico.
De este modo, el pensamiento desgarrado de Hebe, que da vuelta a las efigies consagradas (con fórmulas de blasfemia, irreverencia o herejía), comienza a actuar a la altura de los grandes epígrafes de las poesías excomulgadas: “Hipócrita lector, mi hermano, mi semejante”. Aparece Sergio Schoklender en el camino, que luchaba en su propio y largo sendero de culpa y reconstrucción. Volvía de lo que no es fácil volver. Muchas veces la atracción sobre familias en donde el vínculo de sangre es tratado en el interior de un oscuro crimen, lleva al máximo empleo de una fuerza de reparación que Hebe consideró tener. El transgresor último, si así fue el caso, exponía además un empeño intelectual notable, con ansias de superación. Como lo dijo con orgullo en los reportajes a los que fue recientemente sometido, había obtenido dos títulos universitarios en su larga prisión y era ingeniero vocacional, poseedor de patentes comerciales que lo llevaban hacia una disposición empresaria. Schoklender, el estigmatizado, seguía su espinoso camino –una gran novela daría cuenta de esos pliegues soterrados de la existencia– y sacaba su fuerza del propio estigma, a la vera de la gran autora de presentimientos –Hebe–, que producía hechos en torno a sus hijos faltantes devorados por maquinarias tortuosas del Estado, y de hijos que a pesar de toda evidencia parecían no ser victimarios si sus actos en algo se dirigían a condenar a sus padres improcedentes. Caminaba por el borde como una forma excepcional de señalar cuánto más comprometida con esos oscuros confines de irracionalidad había estado la propia sociedad argentina.
No es habitual pensar las cosas así. Hebe, que había salido de su barriada modesta sin escalas hacia la lucha por la verdad, preparada por su ausencia de preparación (no la tocaban esas sempiternas clases de mansedumbre que se apoderan de los sectores populares), tomó el estigma en sus manos. En su alquimia moral, todo estigma se da vuelta, como afirmaron los más variados pensamientos proféticos e iluminados. Hebe se lanzó a crear universidades, empresas de construcción de viviendas populares y centros culturales en las demás traducciones de esta meditación asombrosa sobre los escombros de la sociedad. Meditación siempre yacente en el interior de las memorias y cultos populares que repentinamente aparecen con sus épicas y taumaturgias. Extendía su pensamiento hasta estas cuestiones, presentándolos como producto de la transferencia del dolor hacia una realidad revitalizada en donde había habido muerte. Tensa cuerda, increíble en su productiva simpleza. Una vida sin venganzas, habían dicho Hebe y los demás organismos de derechos humanos, que eran a los primeros a los que podría ocurrírsele ese modo de reparación. Todos sabemos apartar episódicas vetas de imaginarias venganzas en nuestro vivir o pensar diario. Otra cosa es quienes lo apartan habiendo sufrido violencias sin normas, suplicios sin límites.
Ahora Hebe es estigmatizada por quienes creen que se aproxima el fin del ciclo de los derechos humanos en la Argentina. Escuchémoslos conjeturar. Ellos no querían que se “manchara el pañuelo blanco”, pero ellos no pueden menos que decir, sostenidos en las discutibles versiones de un psicoanálisis silvestre, que “se completó el parricidio con un matricidio”; ellos no hubieran querido que pasara lo que pasó aunque ellos tanto lo desearan, pero se confirma por fin que los “corruptos lograron tomar a la sacerdotisa del templo”; ellos no hubieran deseado escribir las notas que escribieron, pero se complacen en promulgar ahora que el caso de Hebe es una teoría general de la “cooptación que permite interpretar toda la política de la época”.
En efecto, a pesar de la hipocresía con que hablan, en algo tienen razón. Lo ocurrido no debió ocurrir, pues no se trataba de no construir viviendas con subsidios estatales –el habitar no es sólo cuestión financiera y arquitectónica, sino existencial y reparatoria–, sino de considerar que el movimiento de Madres –en la medida en que también es un movimiento social– debía contar con recursos de reflexión específicos sobre el tipo de relación que se entabla con el Estado. La relación misma es un vínculo que no debe sostenerse en modalidades que sean empresariales, sino de empresas comunitarias autónomas e instituciones no estatales con auxilio estatal. Muchos dirán que todo esto –lo que ocurrió– ya lo sabían. ¿Pero qué es saber? Sabemos bien que este desdichado episodio, que la Justicia investiga, está siendo pasado por el gabinete multiplicador de operaciones de descrédito de una de las vigas maestras de la conciencia colectiva. Nos incumbe entonces desvelarnos para responder al plan general de estigmatización que procura el desmonte de piezas enteras de la conciencia colectiva. Escribimos pues este artículo para aclarar nuestra propia relación con Hebe, con la que no siempre tuvimos acuerdos en sus dichos, pero a la que siempre consideramos –y hoy es fundamental reafirmarlo– la más vigorosa prueba de lo que la recóndita y resistente reflexión popular puede hacer en épocas de escarnio: asumir los hechos, dejar que surjan nuevos vocabularios y conceptos, no temer dar opinión, por difícil que sea.
* Director de la Biblioteca Nacional.

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