miércoles, 2 de marzo de 2011

Cristina abre un escenario novedoso en la historia argentina

La literatura política más consensuada en la lectura del proceso argentino entiende que los dos grandes agrupamientos políticos argentinos contienen alas que en la categorización tradicional se leen como de izquierda y derecha. La diferencia, entonces, entre el radicalismo y el peronismo -o lo que orbita en torno de cada familia-, radicaría en dos aspectos principales: por un lado, una especie de común acuerdo (también resultante de nuestra compleja historia nacional) de antagonizar la gobernabilidad con el espíritu republicano. Así, los peronistas tendrían mayores atributos de gobernabilidad que los radicales, quienes acentuarían, en cambio, los valores republicanos. Tal dicotomía es falsa en la historia y en la actualidad, pero cuando se analiza con categorías políticas, lo que opera en la realidad de manera simbólica tiene más peso que la empiria y los datos concretos; y es entonces donde Cristina abre un escenario novedoso en los 200 años de historia nacional.

Pero, antes, el segundo elemento de importancia que separaría las familias ideológicas del radicalismo y el peronismo estaría en el sujeto social predominante al interior de cada agrupamiento: en el peronismo, cierta burguesía industrial productivista junto a la clase obrera y los sectores populares, y en el radicalismo las capas medias y medias altas y las clases rurales interesadas en un modelo agroexportador. Obviamente, toda pincelada a grandes rasgos no es una obra de arte, entre otras cosas porque una obra de arte es un conjunto de matices y sutilidades refinadas, y esta pincelada a trazo grueso es solamente eso.

Tras los intentos de constituir un país en el viejo vierreynato del Río de la Plata, la tradición de los Cabildos Abiertos, que provenía de la Corona española, se fue trastocando no sin dilemas y confrontaciones en un sistema representativo restringido, donde durante breves intervalos existió el sufragio, aunque no universal, menos aún secreto; a la par que las luchas militares iban definiendo el país que hoy conocemos.

Recién con la Ley Sáenz Peña puede hablarse de voto para los nativos, masculinos, resultando de esta ley la asimilación institucional de la hasta entonces sublevada Unión Cívica Radical.

Si nos atenemos a este punto de comienzo y a la visión de las dos alas en cada agrupamiento, la inauguración de Irigoyen de la presidencia democrática fue sucedida por un ala radical más hacia la derecha encarnada en Alvear. Tras el período de éste, Irigoyen fue reelecto por 6 años -hasta la reforma constitucional del 94 eso duraban los períodos presidenciales-, pero sólo pudo ejercer por dos, dado el primer golpe de estado militar que además trajo a la Argentina por primera vez en su historia un declarado programa de gobierno fascista.

Las turbulencias de la larga década infame devinieron en la presidencia de Perón, es decir, que desde 1930 hasta 1946 no hubo elecciones libres de masculinos nativos con voto secreto. La reforma constitucional del 49 permitió la reelección de Perón en el 52, que no pudo culminar su mandato por el golpe de estado de 1955, que de paso y por decreto abolió la constitución democrática.

No hubo elecciones libres hasta 1973, cuando Cámpora renunció y luego Perón fue plesbicitado. Murió al poco tiempo y la dictadura militar destituyó y encarceló a la vicepresidenta pocos meses antes de las elecciones.

El retorno de la democracia, ya con voto universal, consagró a Alfonsín, que tuvo en sus épocas de gloria sueños de un tercer movimiento histórico, reforma constitucional mediante, que consolidara su corriente -a la izquierda del balbinismo que entonces encarnaba De La Rúa y luego Angeloz- en la presidencia de la república, pero el final anticipado de su gobierno derribó esos ya olvidados sueños.

Menem, tras el Pacto de Olivos, fue reelecto cumpliendo, como corriente de derecha del peronismo, diez años en la presidencia (6 primero, 4 tras la reforma constitucional).
Es decir que ningún agrupamiento político pudo terminar tres mandatos seguidos: ni el radicalismo ni el peronismo. Menos aún, ninguna corriente interna de cada agrupamiento político.

Caído el factor militar como partido resolutivo de las disputas en las clases dominantes, hoy las encuestas marcan la posibilidad de que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner alcance a abrir una etapa novedosa en nuestra historia nacional.

Para almas sensibles, esto puede resultar muy propio del tercer mundo, pero la realidad es que tres triunfos electorales consecutivos les parecerían poco a los socialdemócratas suecos, la centroderecha australiana, los laboristas ingleses, los socialistas españoles y franceses o los socialdemócratas canadienses o a la derecha japonesa.

Imbuidos del espíritu norteamericano en la normativa jurídica fundante, el Pacto de Olivos representó también el matiz que Alfonsín introdujo a tono con sus admiradas socialdemocracias europeas, más la visión de largo plazo de otorgar al radicalismo un lugar de importancia en el esquema institucional que cierre el paso a eventuales terceras fuerzas.

Es esa normativa jurídica compleja la que posibilita un escenario novedoso, y quizás también, es que los 30 años de neoliberalismo -con el interregno de los primeros años de Alfonsín- que terminaron en la bancarrota del 2002, hayan operado como maduración social de revertir los sujetos sociales beneficiados por aquel modelo de exclusión, desnacionalización, desindustrialziación, nula autoestima nacional y dolorosa tragedia social.

Así las cosas, de ser reelecta Cristina, abriría un escenario novedoso en la historia nacional, que puede entenderse desde las anteojeras ideológicas como algo propio de feos, sucios y malos, o bien como la continuidad y profundización de un rumbo de estabilización en políticas de estado hacia la construcción de un nuevo estado de bienestar.

Quienes entienden las cosas a través de esta segunda opción, seguramente se enorgullecieron del discurso de apertura de sesiones ordinarias de la presidenta de la Nación.

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