INMIGRACION
DE LA SEDUCCIÓN AL GARROTE
JORGE ALBERTO CÁCERES
A Lucrecia Operti, por su inolvidable aliento
"Hoy la historia es más que
nunca revisada o incluso inventada por personas que no desean conocer el
verdadero pasado, sino solamente un pasado que esté de acuerdo con sus
intereses. Nuestra época es la época de la gran mitología histórica".
Eric
Hobsbawn
1. INTRODUCCIÓN
La inmigración fue
el gran fenómeno a partir del cual se opera la transformación socioeconómica
argentina a partir de mediados del siglo XIX y es un elemento clave en el
enmarañado tema de la identidad nacional.
El objeto de
estudio que este trabajo propone es una descripción y evaluación crítica del
rol desempeñado por el Estado, la clase dirigente y las normas legales
relacionadas con la inmigración.
Con esta finalidad,
se considerarán las siguientes premisas para intentar arribar a alguna
conclusión posible:
- Toda cultura implica necesariamente su propia anticultura.
- La generación del 80 hizo del "crisol de razas" su lema oficial y el Estado se propuso “construir” a los argentinos.
- La explicitación por parte de la clase conservadora de un etnocriollismo es la respuesta a la figura “omnipresente” del inmigrante que cuestionaba no solo la hegemonía cultural sino al Poder en todas sus formas.
- El ser argentino es una creación del Estado difundida por la escuela, la iglesia, la literatura y los medios de comunicación.
2. LA ARGENTINA POST CASEROS
Juan Manuel de
Rosas era el adversario común de muchos políticos y, con su derrota,
después de Caseros, comenzó una feroz lucha por el poder siendo Buenos Aires su
principal escenario. El aislamiento económico y político desarrollado por Rosas
permitió un gran crecimiento de esa provincia, teniendo en cuenta, sobre todo,
que contaba con el puerto y la Aduana.
A la caída de
Rosas, en el gobierno participaron antiguos unitarios defensores de los
intereses portuarios y partidarios de un sistema librecambista que mantuviera
el status económico de Buenos Aires. Los primeros enfrentamientos se hicieron
evidentes cuando Urquiza se manifestó librecambista pero defensor de los
intereses del interior.
Desde la secesión
de la provincia de Buenos Aires (11 de septiembre de 1852) hasta la unificación
del país pasarían diez años (1862) y luego, hasta la federalización de la
ciudad (1880), fueron prácticamente treinta los años signados por los
conflictos entre el puerto y el interior.
En este escenario,
una Argentina posrosista caracterizada por una sociedad fracturada en hondas
contradicciones y tensiones internas, comienza de pleno el proceso
modernizador, de acuerdo a las ideas que Juan Bautista Alberdi expresara en sus
“Bases y puntos de partida para la organización política de la República
Argentina”, y en donde la inmigración ultramarina tenía reservado un
papel clave para los hombres de la Organización Nacional.
La llegada masiva
de inmigrantes exacerbaría esas contradicciones y tensiones en el seno de la
clase gobernante y es así que, luego de la caída de Rosas, la clase dominante
se divide claramente en dos grupos:
a)
el representado por la reacción
tradicionalista que alentaba una vuelta al estado de cosas anterior con sus
características hispánicas y semi-feudales y,
b)
los partidarios de la
modernización del país para quienes la política introductoria de europeos era
una pieza fundamental para el desarrollo y modernización del país.
El capitalismo fue
el sistema que se consolidó y universalizó en el siglo XIX. En nuestro país se
desarrolló desplazando paulatinamente a otras formas de producción
tradicionales llegando a ser dominante, aún cuando la mayoría de la población
conservara modos de producción pre-capitalistas y no se integrara al sector
moderno.
La evolución de
aquellas formas arcaicas de producción hacia modos capitalistas generó
conflictos que estaban implícitos en la propia dinámica de este proceso: la
cultura casi nómade del criollo de la pampa con su caballo y su horizonte
infinito abriendo el paso a la contracultura del gringo con su sedentarismo y
el alambrado, la Argentina exclusivamente pastoril a la Argentina agraria, la
Argentina criolla al cosmopolitismo.
3. LA EMIGRACIÓN EUROPEA
La Revolución
Industrial, a través de los adelantos técnico-científicos, viabilizó la
transformación de la producción artesanal en manufacturera y luego en fabril,
constituyéndose en el fenómeno económico que introduce el sistema capitalista
moderno.
La Revolución
Francesa, paralelamente, desató en Europa una serie de revoluciones nacionales
donde se patentizó el deseo inherente de las masas campesinas y urbanas a no
seguir soportando su estado de servidumbre consuetudinario.
La Revolución
Francesa de 1789 junto a la Revolución Industrial son los hechos
histórico-políticos que constituyen los dos instrumentos fundamentales del
liberalismo político-económico del siglo XIX y estructuralmente forman parte
del mismo proceso: el establecimiento y consolidación del sistema capitalista
de producción.
La Europa de
mediados y fines del siglo XIX fue un continente signado por una sucesión de
revoluciones, los desarrollos ideológicos del Congreso de Viena y una nueva
división internacional del trabajo que, en lo interno de cada estado, encontró
su correlato político, social, demográfico y, obviamente, económico.
En este marco,
aquellos países poco o nada industrializados (escandinavos) o regionalmente industrializados (Italia y
Alemania) dirigirán sus excedentes poblacionales hacia América, mientras las
economías menores lo harán hacia sus antiguas colonias (España y Portugal) o
hacia las nuevas (Bélgica y Holanda) mientras Gran Bretaña, como potencia
económica mundial, lo hará hacia sus nuevas colonias de África, Asia y Oceanía.
De esta manera, mientras se promulgaba el “mito americano”, se consolidaban los
imperios coloniales modernos.
El punto más alto
del capitalismo liberal, la creación y la ampliación de los mercados de
consumo, la crisis de producción y las huelgas en los centros manufactureros
urbanos, la formación de un cuadro técnico de ultramar para los imperios
coloniales, la presión demográfica y la superpoblación rural en los países de
economía predominantemente agrícola, constituyeron factores migratorios
generales que se unirán a las exigencias y deseos individuales: la conquista de
posiciones económicas, el ascenso social, los impulsos de aventura y las
diferencias ideológicas.
Es interesante hacer notar, sobre el
último punto, el mecanismo de expulsión de determinadas fuerzas marginales y el
rol que jugaron las autoridades encargadas de tutelar el orden público en
Europa. Hubo de hecho ciertos individuos calificados, en sus países de origen,
como “socialmente peligrosos o indeseables” (anarquistas, socialistas,
republicanos), algo similar ocurrió con algunas minorías étnicas (judíos) y
elementos marginales (prostitutas) quienes, a través de las frecuentes
persecuciones policiales, por ejemplo, fueron incitados por las autoridades a
emigrar de sus países.
En la figura del emigrado se confunden
el emigrado político y el económico, si es que vale la pena distinguirlos.
4. POLÍTICA INMIGRATORIA
Es factible
sostener, a priori, que la ley es un
elemento ideológico elaborado por el grupo, los grupos o la clase que detenta
el Poder y que mediante su utilización intenta resolver los conflictos a su
favor.
Ahora bien, la ley
se origina en un contexto político, económico, demográfico, institucional
determinado, por lo que el marco histórico permite comprender la dimensión
jurídica de lo social.
Así, toda política
pública plantea, por acción u omisión, un modelo de sociedad configurado ideológicamente
y cuando se opta por determinadas políticas se está rechazando a otras.
Los diversos
gobiernos, de la etapa que considera este trabajo, se sirvieron de los flujos
migratorios como una variable de ajuste y una forma de instrumentar políticas
socioeconómicas acordes a los intereses que representaron.
La política
inmigratoria argentina puede ser dividida, para este caso, en tres períodos
bien diferenciados, dentro de los cuales es posible analizar las diferentes
actitudes que fue asumiendo el Poder en relación al fenómeno inmigratorio:
a)
antes de Caseros (c.1830-1852)
b)
después de Caseros (1852-1876)
c)
luego de la Ley Avellaneda hasta
1910
4.1. Antes de la batalla de Caseros (c. 1830-1852)
El 13 de abril de 1824 se dicta el
decreto rivadaviano que promovía la creación de la Comisión de Inmigración con
el objetivo de fomentar la llegada de europeos a la provincia de Buenos Aires.
Pese a los desvelos de Bernardino Rivadavia, no se logra asentar una colonia de
agricultores hasta la época de la organización nacional. En Entre Ríos mismo
fracasa una de ingleses en 1825.
El gobierno a cargo de Juan Manuel de Rosas
fue el encargado de derogar aquel decreto invocando razones presupuestarias,
aunque debe decirse que las expectativas que había creado aquella norma no se
vieron satisfechas en la realidad y que, por lo tanto, es comprensible la
actitud del gobernador bonaerense.
A pesar de todo, la
llegada de inmigrantes continuó durante estos tiempos, aunque en reducido
número, comparado con lo que ocurriría años después. La Gaceta Mercantil
informaba que entre 1842 y 1845 habían entrado al país 24.600 inmigrantes. El
bloqueo anglo-francés interrumpió este proceso inmigratorio que se reactivaría
a partir de 1847.
4.2. Después de Caseros (1853-1876)
Luego de la caída
de Juan Manuel de Rosas, el grupo triunfante aspiraría a recuperar sus antiguas
posesiones confiscadas y los adictos al antiguo régimen a conservar las suyas.
Algunas provincias,
caso de Corrientes, impulsaron la formación de colonias agrícolas, mediante la
celebración de contratos con empresarios privados, que derivaron en fracasos
debidos a la improvisación de los proyectos.
La sanción de la
Constitución Nacional, con ausencia de la provincia de Buenos Aires, era muy
clara con respecto al tema inmigratorio, en el artículo 25 se establecía que: "El
Gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir,
limitar, ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de
los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias
e introducir y enseñar las ciencias y las artes". Encuadrado en estos
términos, el gobierno de la Confederación dio a conocer diversos decretos que
impulsaron las comunicaciones, aumentaron el número de postas, abolieron el
pasaporte, pagaron pasajes de artesanos desde Montevideo a Buenos Aires y
aseguraron la libre circulación de impresos; mientras contrataba a Martín de
Moussy para que confeccionara la descripción geográfica, demográfica y
estadística de la república. El objetivo primordial era poblar el país de
acuerdo a la máxima alberdiana.
El gobierno encaró
la política de allegar inmigrantes a estas costas apelando a la contratación
con agencias particulares de inmigración que actuaban en Europa o bien a través
de los consulados quienes, a través de agentes oficiales, realizaban las
contrataciones directamente con los interesados en venir al país. Ambas formas
de contratación dieron origen a abusos y engaños que obligarían al Estado a una
mayor preocupación en materia inmigratoria.
El contrato, efectuado entre el gobernador de
la provincia de Corrientes y el médico francés Augusto Brougnes para la
creación de la colonia San Juan, sirvió de modelo para el celebrado entre la
provincia de Santa Fe y Aarón Castellanos para la fundación de la colonia
Esperanza (1856), iniciándose así el proceso colonizador. En términos similares
se funda la segunda colonia, San José, en Entre Ríos (1857) con colonos
destinados a Corrientes y que, debido al desconocimiento por parte del gobierno
correntino del contrato firmado con el empresario John Lelong, son ubicados en
tierras del Gral. Urquiza.
En tiempos de la
organización nacional, y ya unificado el país en 1862, el Poder Ejecutivo quedó
autorizado para celebrar contratos sobre inmigración europea, dando tierras
nacionales, hasta 25 cuadras. El 20 de
junio de 1864 el Presidente Mitre dictaba un decreto estableciendo en Rosario
la Comisión Protectora de Inmigración nombrando para integrarla a Emiliano
Frías, Carlos Grognet, Aarón Castellanos, Guillermo Perkins, Jacinto Corvalán,
Mariano Alvarado y Pedro Lassaga; con similares funciones que la de
Buenos Aires, pero con la intención de derivar extranjeros hacia el interior. Cuatro años más tarde se conformaba
la Comisión Central de Inmigración que estaría vigente entre 1869 y 1874, que
incluso se hacía responsable desde 1872 de una Oficina de Trabajo, para
encauzar productiva y racionalmente el caudal inmigratorio. En 1874 tomaría sus
funciones el primer Comisario General, Juan Dillon.
Más allá de estas iniciativas, lo real fue que sólo decretos sueltos permitieron al gobierno orientar y corregir su política en materia inmigratoria, por lo menos hasta la sanción de la ley de inmigración y colonización del 19 de octubre de 1876, sancionada bajo la administración del Presidente Nicolás Avellaneda, y cuando ya las agencias de inmigración agonizaban. El pensamiento liberal económico-social, encarnado en los pensadores de entonces como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Nicolás Avellaneda, se expresaba -una vez más- a favor de la inmigración espontánea, a la que Alberdi juzgaba como "la verdadera y grande inmigración". A pesar de las buenas intenciones no faltaron los obstáculos. Uno de ellos fue reiteradamente consignado por un funcionario importante del área, Juan Alsina; quien sostuvo que el mayor impedimento residía en la "distribución y enajenación de la tierra baldía". Se pronunció -sin rodeos- a favor de "una ley que corrija las equivocaciones padecidas [...] y facilite la adquisición en propiedad, a precio fijo y cómodo, y por medio de trámites sencillos y rápidos".
Más allá de estas iniciativas, lo real fue que sólo decretos sueltos permitieron al gobierno orientar y corregir su política en materia inmigratoria, por lo menos hasta la sanción de la ley de inmigración y colonización del 19 de octubre de 1876, sancionada bajo la administración del Presidente Nicolás Avellaneda, y cuando ya las agencias de inmigración agonizaban. El pensamiento liberal económico-social, encarnado en los pensadores de entonces como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Nicolás Avellaneda, se expresaba -una vez más- a favor de la inmigración espontánea, a la que Alberdi juzgaba como "la verdadera y grande inmigración". A pesar de las buenas intenciones no faltaron los obstáculos. Uno de ellos fue reiteradamente consignado por un funcionario importante del área, Juan Alsina; quien sostuvo que el mayor impedimento residía en la "distribución y enajenación de la tierra baldía". Se pronunció -sin rodeos- a favor de "una ley que corrija las equivocaciones padecidas [...] y facilite la adquisición en propiedad, a precio fijo y cómodo, y por medio de trámites sencillos y rápidos".
En 1876 -como se dijo- se sancionaba la Ley de Inmigración y Colonización 817, que imaginó como prototipo al inmigrante europeo y se propuso atraerlo y retenerlo; bien intencionada en sus propuestas pero de dificultosa aplicación, que en su primer capítulo fijaba la composición, funciones y atribuciones del Departamento General de Inmigración, sucesor de la Comisión Central. Las comisiones de inmigración instaladas en las capitales de provincia y puertos directos de embarque -cuya creación competía al Poder Ejecutivo- quedaron bajo su jurisdicción. La ley también fijaba las atribuciones de las oficinas de trabajo, al tiempo que calificaba al inmigrante como "todo jornalero, artesano, industrial, agricultor o profesor, que siendo menor de sesenta años, y acreditando su moralidad y sus aptitudes llegase a la república para establecerse en ella, en buques a vapor o a vela, pagando pasaje de segunda o tercera clase, o teniendo el viaje pagado por cuenta de la Nación, de las provincias o de las empresas particulares, protectoras de la inmigración y la colonización". Determinaba, además, sus derechos y ventajas al ingresar al territorio argentino, siempre que "acreditase suficientemente su conducta y su aptitud para cualquiera industria, arte u oficio útil". En estos casos el Estado lo alojaba y mantenía durante los 5 días posteriores a su desembarco; quien además se hacía cargo de su traslado al lugar del país donde decidiera residir o donde la Oficina de Trabajo le consiguiera empleo; también el Estado se ocuparía de su salud en caso de que el inmigrante enfermara. La segunda parte de la ley se dedicaba a reglamentar las condiciones de colonización, que resultaron de difícil aplicación en un país como la Argentina, donde la gran propiedad era su característica ya por esos años y habría de consolidarse en los años de 1880 al concluir la lucha contra el indígena.
4.3. Luego de la Ley Avellaneda (1876-1910)
A partir de la
federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880 se consolidan el Estado y
el mercado nacional. En la década del ´80 comienza el gran aluvión inmigratorio
que continúa en las siguientes, aunque con algunas fluctuaciones derivadas de
las crisis que soporta la Argentina en este período y debido a factores
externos que exceden el ámbito de este trabajo. La consolidación del latifundio
mediante la ley de fronteras (1878), la ley de venta de tierras nacionales
(1882), la ley de derechos posesorios (1884) y la ley de premios militares
(1885) habilitaron de facto la imposibilidad de acceder a la propiedad de la
tierra por parte de los inmigrantes; esto provocaría una acelerada urbanización
que le imprimirá un nuevo sesgo a la estructura demográfica, política y
económica de la Argentina.
La relación entre
los inmigrantes que ingresaron y los que abandonaron el país es lo que se
conoce como saldo migratorio; exceptuando algún que otro año que puntualmente
pudo haber sido negativo siempre se mantuvo la positividad al considerar
diversos períodos:
SALDOS MIGRATORIOS ENTRE 1857 Y 1910
Años
|
Saldos
migratorios (número de personas)
|
1857-1860
|
+ 12.735
|
1861-1870
|
+ 80.536
|
1871-1880
|
+ 90.678
|
1881-1890
|
+ 648.711
|
1891-1900
|
+ 337.810
|
1901-1910
|
+ 1.134.265
|
Fuente:
Dirección General de Inmigración: Resumen estadístico del movimiento migratorio
en la República Argentina. Años 1857-1924, Buenos Aires, 1925
La política
inmigratoria juzgada en su faz de seducción de los inmigrantes funcionó de
manera notable, como lo prueban los millones de personas que ingresaron y
permanecieron en el país, trastocándose luego en una política represiva cuando
esos mismos inmigrantes lucharon por un lugar en la sociedad receptora que no
era el que se habían propuesto otorgarle los impulsores del proceso
inmigratorio argentino de la generación del ´80.
A mediados de la
década del ´80 los tiempos de la seducción comienzan a dar paso a los del
garrote.
En 1884, y como una
consecuencia del Primer Congreso Pedagógico realizado en 1882, se produce la
sanción de la ley 1420 de educación común, obligatoria, laica y gratuita que
tendría una enorme importancia, no sólo como factor de elevación social sino,
también, como instrumento destinado a la homogeneización cultural de los
argentinos, mediante las funciones de integración social de la escuela pública
que complementaban la función pedagógica e instrumental específica. Como señala
Juan Carlos Tedesco “los grupos oligárquicos
que gobernaban al país necesitaban la escuela pública para disciplinar a los
sectores populares, y los sectores populares necesitaban la escuela pública
para poder vivir mejor”.
La clase dirigente
asignó a la educación una función política y no económica; las características
productivas de la Argentina de entonces basadas en el modelo agro exportador no
necesitaban de este tipo de recursos humanos formados en el país.
Esto fue claro
durante el debate de la Ley 1420, al producirse el triunfo de las tendencias
que negaban la posibilidad de una real autonomía entre el poder político y la
educación, al bloquearse el intento de algunos parlamentarios partidarios de
una activa participación popular, a fin de promover el desarrollo de una
enseñanza adaptada a las necesidades de cada comunidad local.
La clase obrera argentina de fines del siglo
XIX presentaba un alto porcentaje de inmigrantes en su composición, algunos con
experiencia política en sus países de origen. Las pésimas condiciones en que se
desarrollaba el trabajo y la falta de intervención estatal en materia laboral
condujo a que las huelgas y manifestaciones comenzaran a producirse en el
escenario argentino. Ante esta situación la clase dirigente respondió con
represión y violencia directa, a través de las fuerzas del orden, e indirecta a
través del ordenamiento jurídico.
La creciente
conflictividad social que aparece en el horizonte político de los hombres del
“progreso indefinido” agita las aguas de la clase gobernante que presenta dos
vertientes: una proclive al otorgamiento de reformas políticas y sociales
representado por Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña y otro que sostiene la
necesidad de “mano dura” para con aquellos hombres de “mala voluntad que
decidieron habitar el suelo argentino”.
En 1899 el senador
Miguel Cané presenta su tristemente célebre proyecto de ley para expulsar a
inmigrantes calificados de agitadores; no es aprobado porque la clase dirigente
cree que es imposible que los conflictos sociales que suceden en Europa puedan
llegar a repetirse en nuestro país. Sin embargo, en 1902, el presidente Roca
exhuma el proyecto de Cané y, en una sesión donde prácticamente no existieron
las oposiciones, se aprueba la ley 4.144 llamada Ley de Residencia que, a
través de sólo cuatro artículos, facultaba al Poder Ejecutivo a disponer la
expulsión de aquel extranjero que “comprometa el orden público y la seguridad
nacional o perturbe el orden público”. Esta ley introduce la discrecionalidad
absoluta del Poder Ejecutivo en materia migratoria facultándolo para detener y
expulsar a inmigrantes y sus decisiones estaban exentas de cualquier revisión
y/o decisión judicial. Así nace la legislación obrera argentina: la primera ley
no es de protección sino de castigo, como bien señalara Alfredo L. Palacios.
Apenas comenzado el
siglo, el 11 de Diciembre de 1901, se aprueba tras seis meses de durísimo
debate la ley del Servicio Militar Obligatorio, a instancias del Ministro de
Guerra, el General Pablo Ricchieri, otra herramienta fundamental para la “construcción
de la argentinidad “a través de la integración o asimilación de vastos grupos
sociales a un único modo de “pensar” y “sentir” el país.
La cuestión social
desvelaba a amplios sectores de la dirigencia, tanto como la llamada cuestión
nacional, y la infinidad de huelgas y actos de represión y violencia que se
producen en los comienzos del siglo llevaron al gobierno conservador a imponer
la Ley de Defensa Social de 1910. Esta norma, precedida por la declaración de un estado de
sitio en toda la República, establecía las penalidades
para los “delitos contra el orden social”, destacándose entre ellas
la pena de muerte. Es la última ley de carácter migratorio sancionada de
acuerdo al trámite parlamentario, a partir de allí toda la legislación en
materia inmigratoria se realizará por medio de decretos del Poder Ejecutivo, algunos de ellos
posteriormente convertidos en decretos-ley.
La legislación
represiva, tal el caso de las leyes de Residencia y de Defensa Social, señala
una palmaria dicotomía de los gobiernos conservadores: por un lado fomentaron
la libre inmigración y, por el otro, sancionaron la ley de extrañamiento de
extranjeros, aplicadas ambas desordenada e indiscriminadamente. Otra notoria
contradicción de los conservadores sería sancionar la ley del voto secreto y
obligatorio para después violarla sistemáticamente aplicando el fraude en sus
distintas variantes.
A poco de analizar
las normas sobre inmigración es posible inferir que se trata de un conjunto de
disposiciones que aisladas y desorganizadamente se dictaron y en muchos casos
ni siquiera pudieron controlarse en su aplicación y, al mismo tiempo, se hace
necesario señalar que esto también está contenido en la misma lógica expuesta
al comienzo: la elección de determinadas políticas públicas implica
necesariamente el rechazo de otras.
5. ENCUENTRO DE CULTURAS: CRIOLLOS Y GRINGOS EN LA PAMPA
Una idea de la
magnitud de la inmigración argentina a partir de mediados del siglo XIX está dada al considerar el Censo Nacional de
1869 que indica una población de 1.737.076 habitantes y el de 1895 que arroja
una cifra de 3.954.911 personas; es decir, en 25 años la población argentina se
duplicó con creces. El Tercer Censo Nacional realizado en 1914 arroja la cifra
de 8 millones de habitantes. El gran auge del siglo XIX se produce en la década
del 80 y, dentro de la misma, el año record es 1889 con un saldo positivo
inmigrantes-emigrados de más de 200.000 individuos. Entre 1870 y 1914 llegaron al país alrededor
de seis millones de extranjeros, pero solo el 50% se radicó definitivamente en
el país.
Período
|
País de origen (cantidades en porcentajes)
|
||||||
Italia
|
España
|
Francia
|
Gran Bretaña
|
Austria Hungría
|
Rusia
Polonia
|
Siria
Libia
|
|
1871-1875
|
56
|
19
|
15
|
4
|
0,4
|
-
|
-
|
1876-1880
|
62
|
14
|
9
|
3
|
3
|
-
|
-
|
1881-1885
|
72
|
10
|
8
|
2
|
2
|
-
|
-
|
1886-1890
|
53
|
23
|
12
|
2
|
2
|
-
|
-
|
1891-1895
|
68
|
15
|
5
|
0,6
|
1
|
-
|
-
|
1896-1900
|
64
|
23
|
3
|
0,6
|
1
|
-
|
-
|
1901-1905
|
54
|
27
|
4
|
0,8
|
3
|
2
|
1
|
1906-1910
|
41
|
41
|
2
|
0,7
|
2
|
5
|
4
|
Fuente: I.N.D.E.C. Registro
Estadístico. 1971.
De la observación
del cuadro anterior surge que la gran mayoría de los inmigrantes, a despecho de
los hombres de la Organización, no provinieron de los países del norte europeo
sino que eran originarios del sur: Italia y España suman prácticamente el 80 %
y el resto se reparte en porcentaje minúsculos entre otros países europeos.
Este ingreso
multitudinario de inmigrantes alteraría profundamente la estructura
demográfica, social, económica, política y cultural del país.
Todo proceso
migratorio sintetiza dimensiones esenciales del hombre. Desde las más globales,
como los aspectos económicos, culturales, políticos, demográficos, jurídicos;
hasta las más subjetivas representadas por sentimientos de desarraigo,
melancolía, miedo, esperanza, etc.
El
emigrado-inmigrante es un ser en cuyo rostro conviven, trágicamente, lo que ya
no se es y nunca se volverá a ser y un futuro utópico que tal vez jamás se
realice; por ello su adaptación a la sociedad receptora siempre resultará
potencialmente traumática.
El proceso de
integración de los inmigrantes se hará en forma muy lenta especialmente en las
colonias agrícolas donde careció de un contrapeso cultural por la falta de una
población nativa importante en número en las zonas donde se instalaban. En el
caso de Santa Fe, provincia colonizadora por antonomasia, el censo de 1869
registra sólo 6 poblaciones urbanas y recién en 1895 su número se eleva a 136.
La resistencia de
los inmigrantes a abandonar sus idiomas, hábitos y costumbres fue una
constante, agravada en el caso de las colonias étnicamente homogéneas. Por
ejemplo, los alemanes del Volga, establecidos en Entre Ríos, mantuvieron
rígidamente sus tradiciones atávicas puesto que la autoridad de los mayores no
se discutía, y se tenía siempre muy presente:
Por otra parte,
muchas colonias fueron delineadas en secciones de acuerdo a las nacionalidades,
idiomas o religiones: una alemana y otra francesa (Esperanza) o una suiza y
otra italiana (San Carlos), lo que conspiraba contra las posibilidades de
socialización aún dentro de la misma colonia.
Un caso muy particular
lo constituyeron los judíos afincados en las colonias quienes manifestaron una
gran adaptación al medio y si bien conservaron sus tradiciones debieron
atemperarlas por imposición de las circunstancias. Seguramente la propia
historia del pueblo judío, la diáspora, las persecuciones, obraron de manera
determinante. Los judíos se mostraron mucho más abiertos, que los alemanes del
Volga, a la hora de aceptar sugerencias y técnicas criollas -para edificar sus
humildes viviendas, por ejemplo- y otro detalle que los diferenció en este
aspecto, es el de la marcada sectorización que hicieron de los espacios a
ocupar: los miembros más ancianos del grupo conviviente siempre estaban
separados de las casas, cuyas habitaciones estaban en la parte posterior del
amplio patio, a la vista, pero con intimidad. Ello favoreció la libertad de las
parejas jóvenes y también fue causa de la lenta, pero firme, desaparición de
costumbres ancestrales.
En los centros
urbanos importantes, la integración de los inmigrantes fue relativamente más
rápida, seguramente debido a las sociabilidades múltiples propias del dinamismo
de la vida ciudadana. El hijo de inmigrante nacido en la ciudad asumió su
nacionalidad argentina “naturalmente” mientras que en la Pampa Gringa hubo de
pasar más de una generación de argentinos para no volver a escuchar aquello de
“alemán, nacido en Esperanza”.
El objetivo central
enunciado era poblar el país con agricultores europeos puesto que la división
internacional del trabajo de mediados del siglo XIX le asignaba a la Argentina
el papel de proveedora de alimentos y materias primas.
La agricultura no
era una producción desconocida en la Argentina; ella se asentaba desde tiempos
precolombinos en las zonas de regadío del noroeste, pero sí era totalmente
inexistente en la pampa que, a partir del fenómeno colonizador, se convierte en
la región cerealera por excelencia del país.
Los criollos de la
región del litoral ignoraban las técnicas agrícolas pero tenían totalmente
dominadas las técnicas propias del trabajo pastoril. Desde la perspectiva de
este tipo de criollo, el gringo era un inútil, incapaz de pialar un animal,
arrear hacienda, hacer un rancho y, para colmo, andaba a pie o en carro.
En estos extremos
culturales se encontraron el gringo, que venía de una sociedad en plena etapa
de desarrollo capitalista, y el criollo, que era la expresión de un modelo de
sociedad que agonizaba. El europeo formaba parte de la sociedad que se iniciaba
mientras que el criollo pertenecía a aquella cuyos modos de producción iban a
ser cambiados. Los contrastes de la época están marcados en estos dos tipos
sociales y están fundamentados en sus diferentes técnicas y mentalidades: la
agricultura (el europeo) y la ganadería (el criollo); la conciencia del gringo
y la ignorancia del criollo sobre el valor acumulativo del dinero.
Para el criollo,
habitante de aquella pampa sin límites, donde se encontraba desvalido o
dominante del paisaje según estuviera a pie o a caballo, con siete oficios que
eran sinónimo de ninguno y sin una percepción de lo que significa la propiedad
de la tierra -resabio de la época colonial-, el cambio de los modos de
producción significaría para él una verdadera tragedia.
José Hernández, en
“Instrucción del estanciero”, propiciaría la formación de colonias con hijos
del país y, salvo el caso de la colonia San Carlos, fundada en 1877, en el
partido de Bolívar, provincia de Buenos Aires, no se conocen experiencias
similares. Nicasio Oroño indica que cuando se ofrecieron tierras a los criollos
para dedicarlas a la agricultura “nadie se presentó”. Lo concreto es que nadie
se preocupó desde el Poder por la adaptación del criollo a la nueva sociedad
que se estaba forjando puesto que, imputado de una supuesta inferioridad
decretada por los hombres de la Organización Nacional, estaba de antemano
excluido del país a imagen europea que se intentaba crear.
Este encuentro de
culturas tan disímiles tramaría una realidad que, aún con los
contratiempos y conflictos lógicos
derivados de la adaptación de unos y otros, de unos a los otros, se realizaría
de una forma totalmente “natural”, producto de la interacción de ambos en la
inmensa pampa que los cobijaba. Así, los criollos se incorporaron al microclima
de las colonias poco a poco, como peones, o ayudantes de carreros, mientras sus
mujeres se ofrecían como lavanderas, domésticas o nodrizas; aprendieron las
labores agrícolas y a su vez les enseñaron a los gringos el manejo del lazo y
del ganado, la doma de potros y la
curación de las enfermedades de la hacienda.
De la armónica interacción
entre criollos y gringos, lo cual no significa ausencia de conflictos, basta
con señalar que era cosa común escuchar en la Pampa Gringa a criollos,
alemanes, franceses, etc. hablar alguno de los dialectos italianos
(generalmente el piamontés, preponderante en esta región).
Los conflictos
entre gringos y criollos, magnificados y tergiversados artificialmente, fueron los disensos propios en el seno de una
sociedad sometida a una profunda y veloz transformación. Esencialmente,
criollos y gringos pobres fueron víctimas de la misma política que consistió en
privarle al pueblo sus derechos: entre el criollo sin tierra y el gringo que no
pudo pagarla, entre el gringo arrendatario y el criollo puestero, entre el
criollo sometido a la leva (por las leyes de vagos y mal entretenidos) y el
gringo a la ley de Residencia no existió diferencia. Criollos y gringos fueron
víctimas de la misma coacción: la impuesta por el monstruoso latifundio
argentino y sus personeros en el Poder.
En relación a la participación política
del inmigrante se puede afirmar que se mantuvo alejado de las luchas políticas
hasta prácticamente finalizar la década del 80 y esa reticencia puede ser
atribuida a las prácticas políticas que veía a su alrededor, a las duras
condiciones de vida que soportaba, al desmesurado afán de ahorro que debió
desplegar para cumplir con los leoninos contratos suscriptos. En términos
generales continuó la línea que, en relación a la política, siguió la mayoría
de la población de aquel tiempo: la indiferencia. Cuando hubo de reclamar por
sus derechos lo hizo a través de los Centros de Extranjeros o bien a través del
Cónsul, que en su imaginario gravitaba más que las autoridades locales.
A medida que la región pampeana se
consolida como gran productora de cereales comienzan las migraciones interiores
de criollos del norte. Cordobeses, tucumanos y santiagueños se trasladan al
Litoral para realizar la cosecha de maíz y prefiguran los años por venir en los
cuales, gringos y criollos migren de la pampa, la selva y la montaña a las
ciudades para incorporarse a la incipiente industria y ser protagonistas de las
luchas obreras en los grandes centros urbanos.
La clase dirigente de hace más de
un siglo concibió la idea de la inmigración en términos de instrumento para el
desarrollo del país y en la subsiguiente transformación de individuos de
diversos orígenes en miembros de una comunidad nacional homogénea. Para muchos
de los representantes de la oligarquía, la Argentina inundada por los
inmigrantes carecía de una "nación" digna de llamarse tal.
El sentimiento y la identidad
nacionales se centraron en la posibilidad de incorporar a los diversos grupos
sociales en un proyecto nacional hegemónico más que en la apelación al
patrimonio cultural y a la conciencia histórica. Para conseguirlo, se echaría
mano a una variada gama de recursos para construir el argentino, es decir, construir una sociedad unida por algo que
trascendiese los lazos inmediatos familiares y particulares.
6. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA
CONSTRUCCIÓN DEL SER ARGENTINO
Una notoria
contradicción que aparece en el accionar de la élite dirigente es su aceptación
de los modelos de vida europeos, por un lado, mientras que, por el otro,
combatía la preservación de las formas de vida de cada una de las comunidades
extranjeras.
Son los años en que
la evanescente esencia nacional comienza a ser buscada en lo criollo o lo hispano, en la música, la religión católica, la
lengua, el arte o el teatro nacional. Quieren aislar lo auténticamente nacional
y reforzarlo.
En un principio
estas elaboraciones ideológicas no dejaron de ser un juego de intelectuales. El
problema, para la sociedad civil, se presentó cuando hicieron su aparición en
escena los actores con capacidad de “hacer”: las Fuerzas Armadas, que se
consideraron depositarias de la esencia nacional y custodias de los intereses
sagrados de la Nación, y la Iglesia, afirmando la catolicidad de la Nación.
Es comprensible que
la explicitación de un etnocriollismo para definir lo argentino haya surgido en
una época de nacionalismos agresivos pero no constituye su
justificación histórica. Su razón de ser se encuentra en el aumento de la
conflictividad social urbana y rural protagonizada por extranjeros y por hijos
de inmigrantes, al creciente miedo de la élite gobernante a perder el Poder y a
la heterogeneidad cultural, que es un elemento no deseado por los regímenes
antidemocráticos y autoritarios.
En la década de
1910 el Estado y los sectores dirigentes descubrían los efectos "negativos"
de la recepción masiva de inmigrantes europeos, quienes habían contribuido a
consolidar el perfil socioeconómico característico de la Argentina moderna. El
problema inmigratorio se unió a las versiones enarboladas por el nacionalismo
de élite en torno a la necesidad de consolidar la identidad
nacional, en defensa de la influencia que ejercía en la sociedad receptora el
inmigrante, imbuido de las ideas socialistas, anarquistas y maximalistas, como
se empeñaba en destacar gran parte de la dirigencia.
Un elemento clave
fue el rol desempeñado por la prensa. No constituye una novedad sostener que
los medios masivos de comunicación son una conjunción de intereses políticos y
económicos. Inscripto en este dato de la realidad se desarrolló el accionar de
la prensa en el período que considera este trabajo. Con excepción de aquellos
pequeños medios que representaron a sectores obreros o a los pequeños
productores, la prensa reflejó fielmente el pensamiento del Poder, y constituyó
un formidable instrumento de disciplinamiento social. Habrían de pasar muchos
años y la población seguiría repitiendo: “lo dijo La Prensa” o “lo dijo La
Nación”.
A la labor
modeladora y disciplinadora de la escuela, la iglesia, el servicio militar
obligatorio, la literatura y la prensa se le agregó, por si fallaban en su
accionar, la crudeza de la ley de Residencia (1902) y la ley de Defensa Social
(1910) que contemplaba la aplicación de la pena de muerte.. Destierro o muerte
para extranjeros y argentinos “asociales”, Ushuaia o paredón.
La palabra criollo
que en 1810 era subversiva a partir de 1910 pasó a ser reaccionaria, en boca de
la oligarquía argentina, cuando a la figura del inmigrante se le opuso
oficialmente la del gaucho, ya en aquel entonces una ficción, un ser
históricamente agotado en el mismo momento en que cambiaron las condiciones
materiales que le dieron existencia. Las palabras nunca son inocentes, revelan
quienes somos y que pensamos; “lenguaje significa también cultura y filosofía”
–A.Gramsci -.
Toda cultura, aún
la más hegemónica, engendra su propia anticultura.
Esta premisa es
fundamental para comprender como el Poder, con su gran capacidad
ficcionalizadora, estructuraría una construcción antitética a partir de la
“subcultura” representada por el inmigrante.
La mitificación de
un hipotético ser nacional corrió pareja, a partir de entonces, con la
mitificación de las características de los “recién llegados”. Así también el
mundo del inmigrante fue ficcionalizado por el Poder, despojado de todo
elemento de valor, clausurado, negado y cuando hubo de ser enunciado de alguna
forma fue el mundo de los avaros, los harapientos, los atrasados, los mafiosos,
la escoria, etc., los mismos calificativos recibieron los países de los cuales
provenían; la literatura y el humor popular fueron reflejos de ello. Las
particularidades culturales de los inmigrantes, que por otra parte estaban
consagradas en la Constitución Nacional, fueron ahogadas por la reacción
tradicionalista en el poder. El mundo del inmigrante fue reducido a la nada.
Esta labor de la
oligarquía argentina, apologista en un caso y denostadora en el otro, no fue
obra de un día ni de un trasnochado. Comienza c. 1880-1890 con la reacción
frente a la excesiva europeización (afrancesamiento) de la cultura criolla y
alcanza su mayor manifestación c. 1900-1910. La elaboración de esta
“restauración de los valores nacionales” fue realizada con un grado de
conciencia y efectividad asombrosas y, paradojalmente, la garantía de su éxito
fue dada por el propio inmigrante quien no pudo, no supo o no quiso defender su
propio mundo cultural (carente, por otra parte, de todo reconocimiento como no
fuera por lo que debía desaparecer) y su “deseo” de adoptar los usos y
costumbres del país. En verdad, la estructura objetiva de los intereses
económicos y políticos fue la razón de ser de este éxito.
La generación del
80 hizo del "crisol de razas" su lema oficial y el Estado en el
decenario del 10 se propuso construir a
los argentinos.
Alberto Gerchunoff,
el autor de “Los gauchos judíos”, descubre y describe las dos Argentinas:
aquella integradora, mestiza y pluralista que lo recibiera y donde encontró su
lugar como hombre y escritor; y aquella otra de la intolerancia, el
autoritarismo y la xenofobia. La realidad argentina fue y es una combinación de
ambas: la complejidad de un país que, al mismo tiempo, es integrador y
autoritario y que, como toda sociedad autoritaria, engendra una personalidad
autoritaria que contribuye al fortalecimiento y permanencia de aquella, como
sostienen los pensadores de la escuela de Frankfurt (Adorno, Marcuse,
Horkheimer)
El delirio de
unanimidad, una de las características de la personalidad autoritaria, se
manifestará en momentos históricos claves cuando toda una sociedad parece
volverse loca; para nuestro caso, los festejos del Centenario de la Revolución
de Mayo fueron uno de esos momentos picos en esta especie de locura colectiva
que, a partir de entonces, sacuden de tanto en tanto a la sociedad argentina.
La construcción de
toda propia identidad corre el peligro de derivar en la edificación de una
falsa conciencia (una cosa es el “grupo de pertenencia” y otra, muy distinta,
el “grupo de referencia”, una cosa es lo que “uno es” y otra muy diferente lo
que “uno cree ser”) y muchos inmigrantes comprenderían con el correr del tiempo
una ilusión imposible: “asimilarse a la cultura nacional apelando al mismo
modelo cultural -el espíritu criollo- con que el nacionalismo xenófobo ha de
invocar a sus manes antiliberales y antisemitas” (Gerchunoff).
Ante el fenómeno
vasto y enérgico de la inmigración y sus consecuencias, la clase dominante
argentina, liberal en las formas y conservadora en el fondo, optó por
amoldar la cabeza al sombrero y no el sombrero a la cabeza, y esto se consiguió
con la horma de la escuela, la iglesia, el servicio militar obligatorio, la
prensa, la liturgia cívico-patriótica de las llamadas fiestas patrias y sino
con el garrote.
Una identidad y una
cultura nacional unívoca en un país como el nuestro es solo pensable en
términos de la hegemonía cultural
ejercida por una clase poseedora del poder y no como una construcción colectiva
realizada a partir de la interacción de hombres y mujeres libres, conscientes y
responsables de su propio destino. Esta construcción colectiva ha sido
reemplazada por la imposición de una serie de mitos y ficciones a los cuales
debe adherirse irracionalmente so pena
de integrar la masa de apátridas y marginales.
El ser nacional,
esa más que dudosa categoría ontológica, con sus caracteres inmutables y
eternos, no es otra cosa que el
equivalente del “espíritu de la tierra”, “alma de los pueblos”, “inconsciente
colectivo” y otras irracionalidades y fantasmagorías que abundan en la historia.
Transcurridos cien
años de entonces, y debido a la permanencia de un modelo de “ser argentino” que
implica homogeneidad, unanimidad y autoritarismo y donde cualquier cosa que
significa heterogeneidad, disidencia y multiplicidad es vista como un crimen,
podría decirse que el entramado fue más multiforme y sinuoso y quizás sea más
exacto hablar de un mosaico de culturas e identidades.
Es posible sostener
que la integración “forzosa” de los inmigrantes, entre otros factores, nos
empobreció como país al impedir el nacimiento de una sociedad multicultural,
pluralista y tolerante fortaleciendo, en cambio, las bases de la intolerancia,
la lucha entre facciones, el delirio de unanimidad, la personalidad
autoritaria.
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8. NOTAS DOCUMENTALES
Extracto de una carta enviada por el Concejo Municipal de la Colonia
San José, Entre Ríos, 4 de agosto de 1862:
…todos
aquellos que quieran asegurar un porvenir a sus hijos, todos aquellos que
tengan un pequeño capital y numerosa familia, todos aquellos que quieran gozar
de la independencia, no pueden tomar mejor partido que venir a reunirse con
nosotros. Los que quieren trabajar vienen ricos.” Tomado de: Vernaz, Celia: “La Colonia San José y la voz del inmigrante”,
Ediciones Colmegna, Santa Fe, 1982
Un
conflicto protagonizado por criollos y gringos:
El Juez de Paz de Cañada de Gómez es el
carnicero de la colonia, y la persona que emplea para el reparto de la carne es
el agente de policía de la comisaría local. En el mes de agosto este
representante de las fuerzas del orden embistió con su carro a un colono
italiano que transitaba a caballo. El policía bajó del carro sable en mano y
procedió a revivir al colono, desvanecido por la caída, aplicándole un violento
“planazo” en la cabeza. Condujo luego a la sangrante víctima a la comisaría,
donde el Juez de Paz decidió recluirlo encadenado en una de las celdas. En esa
posición me han asegurado, el colono permaneció por 12 horas durante las cuales
ni se le curaron las heridas ni se le permitió beber agua.
Como
respuesta al atropello, más de cien italianos de Cañada de Gómez firmaron una
nota de protesta al gobierno provincial, en la que exigían la destitución del
juez de paz, quien a pesar de ello no fue separado de su cargo, y además pidieron
la intervención de representantes diplomáticos en Rosario y Buenos Aires.
Cirilo Peralta, por su parte, en un informe a las autoridades de Santa Fe,
denunció a los italianos por haber realizado una agresiva manifestación frente
al juzgado a su cargo, durante la cual enarbolaron una bandera tricolor y
agraviaron al pabellón nacional y a las autoridades argentinas, cosa ésta
última que fue negada por “La Capital” de Rosario. Tomado
de: Gallo, Ezequiel: “Conflictos socio-políticos en las colonias
agrícolas de Santa Fe (1870-1880)”, Buenos Aires, Inst. Di Tella.
Carta que el inmigrante José Wanza enviara a la redacción de El Obrero:
“Aprovecho
la ida de un amigo a la ciudad para volver a escribirles. No sé si mi anterior
habrá llegado a sus manos. Aquí estoy sin comunicación con nadie en el mundo.
Sé que las cartas que mandé a mis amigos no llegaron. Es probable que éstos
nuestros patrones que nos explotan y nos tratan como a esclavos, intercepten
nuestra correspondencia para que nuestras quejas no lleguen a conocerse”.
“Vine
al país halagado por las grandes promesas que nos hicieron los agentes
argentinos en Viena. Estos vendedores de almas humanas sin conciencia, hacían
descripciones tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que
esperaba aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron y nos
vinimos”.
“Todo
había sido mentira y engaño”.
“En
B. Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda
cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos
amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como
jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían que se nos
daría habitación, manutención y $20 al mes de salario. Ellos se empeñaron
hacernos creer que $20 equivalen a 100 francos, y cuando yo les dije que eso no
era cierto, que $20 no valían más hoy en día que apenas 25 francos, me
insultaron, me decían Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo, y que
si no me callara me iban hacer llevar preso por la policía”.
“Comprendí
que no había más que obedecer”.
“¿Qué
podía yo hacer? No tenía más que 2,15 francos en el bolsillo”.
“Hacían
ya diez días que andaba por estas largas calles sin fin buscando trabajo sin
hallar algo y estaba cansado de esta incertidumbre”.
“En
fin resolví irme a Tucumán y con unos setenta compañeros de miseria y desgracia
me embarqué en el tren que salía a las 5 p.m. El viaje duró 42 horas. Dos
noches y un día y medio. Sentados y apretados como las sardinas en una caja
estábamos. A cada uno nos habían dado en el Hotel de Inmigrantes un kilo de pan
y una libra de carne para el viaje. Hacía mucho frío y soplaba un aire
heladísimo por el carruaje. Las noches eran insufribles y los pobres niños que
iban sobre las faldas de sus madres sufrían mucho. Los carneros que iban en el
vagón jaula iban mucho mejor que nosotros, podían y tenían pasto de los que
querían comer”.
“Molidos
a más no poder y muertos de hambre, llegamos al fin a Tucumán. Muchos iban
enfermos y fue aquello un toser continuo”.
“En
Tucumán nos hicieron bajar del tren. Nos recibió un empleado de la oficina de
inmigración que se daba aires y gritaba como un bajá turco. Tuvimos que cargar
nuestros equipajes sobre los hombros y de ese modo en larga procesión nos
obligaron a caminar al Hotel de Inmigrantes. Los buenos tucumanos se apiñaban
en la calle para vernos pasar. Aquello fue una chacota y risa sin interrupción.
Ah Gringo! Gringo de m...a! Los muchachos silbaban y gritaban, fue aquello una
algazara endiablada”.
“Al
fin llegamos al hotel y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron pan por
toda comida. A nadie permitían salir de la puerta de calle. Estábamos presos y
bien presos”.
“A
la tarde nos obligaron a subir en unos carros. Iban 24 inmigrantes parados en
cada carro, apretados uno contra el otro de un modo terrible, y así nos
llevaron hasta muy tarde en la noche a la chacra”.
“Completamente
entumecidos, nos bajamos de estos terribles carros y al rato nos tiramos sobre
el suelo. Al fin nos dieron una media libra de carne a cada uno e hicimos
fuego. Hacían 58 horas que nadie de nosotros había probado un bocado caliente”.
“En
seguida nos tiramos sobre el suelo a dormir. Llovía, una garúa muy fina. Cuando
me desperté estaba mojado y me hallé en un charco”.
“¡El
otro día al trabajo! y así sigue esto desde tres meses”.
“La
manutención consiste en puchero y maíz, y no alcanza para apaciguar el hambre
de un hombre que trabaja. La habitación tiene de techo la grande bóveda del
firmamento con sus millares de astros, una hermosura espléndida. ¡Ah qué
miseria! Y hay que aguantar nomás. ¿Qué hacerle? Hay tantísima gente aquí en
busca de trabajo, que vegetan en miseria y hambre, que por el puchero no más se
ofrecen a trabajar. Sería tontera fugarse, y luego, ¿para dónde? Y nos deben
siempre un mes de salario, para tenernos atados. En la pulpería nos fían lo que
necesitamos indispensablemente a precios sumamente elevados y el patrón nos
descuenta lo que debemos en el día de pago. Los desgraciados que tienen mujer e
hijos nunca alcanzan a recibir en dinero y siempre deben”.
“Les
ruego compañeros que publiquen esta carta, para que en Europa la prensa
proletaria prevenga a los pobres que no vayan a venirse a este país. ¡Ah, si
pudiera volver hoy! ¡Esto aquí es el infierno y miseria negra! Y luego hay que
tener el chucho, la fiebre intermitente de que cae mucha gente aquí. Espero que
llegue ésta a sus manos: Salud”. Wanza, José: Carta enviada a El Obrero; Nº 36, del 26/9/1891.
Tomado de: Panettieri, José: “Los
Trabajadores”, Biblioteca
argentina fundamental.
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