miércoles, 2 de marzo de 2011

Los muertos no cumplen años

Por Hugo Presman


Desde hace unos pocos años se han empezado  a reemplazar, en casos emblemáticos, la conmemoración del nacimiento de una persona muerta por el festejo de su cumpleaños como si estuviera viva.

Así los 7 de mayo aparecen expresiones como ¡ Feliz cumpleaños Evita! o el 25 de febrero se ha podido leer o ver deseos como ¡Feliz cumpleaños Néstor! Resultan comentarios que violentan  la racionalidad, que pueden comprenderse, en algunos casos, por la emoción que despierta el cariño y el reconocimiento de las figuras mencionadas.

Los argentinos solemos conmemorar la muerte de figuras reconocidas.  Así, sucede con dos protagonistas fundamentales, en todas las interpretaciones históricas, como San Martín y Belgrano. Así acontece con el feriado del 17 de agosto, aniversario de la muerte de San Martín o el 20 de junio, donde se recuerda el día en que murió Belgrano. Los norteamericanos, en cambio, ubican los aniversarios en la fecha de nacimiento de quienes reconocen como sus próceres.

No es lo mismo rendir homenaje a una figura histórica en el día de su nacimiento que celebrarle su cumpleaños. La fiesta de cumpleaños es una celebración de la vida. El cumpleañero festeja haber sumado un año más a su vida y apaga las velitas que son el símbolo del tiempo transcurrido y acumulado. Muchas veces y como exteriorización patética de la colonización pedagógica, se canta el feliz cumpleaños en inglés.

Es de perogrullo, una obviedad  que no necesita explicación, que un muerto no puede tener cumpleaños, porque ya no acumula años de vida. Es una violación de la lógica más elemental desearle a alguien muerto que tenga en su tumba un ¡Feliz cumpleaños! Siguiendo esta tergiversación reciente, puede llegar a suceder que cuando alguien acompañe a un amigo o familiar muerto al cementerio, obnubilado le pueda decir: “ Te deseo una larga y feliz vida.” Tal vez en este caso se aprecie con mayor nitidez la falacia.

Si el error es comprensible en un militante sin necesidad de justificarlo, resulta incomprensible en periodistas y columnistas reconocidos.

Tal vez convenga recordar, una vez más, las palabras de Samuel Clemens, quien ingresó a la historia de la literatura con el nombre de Mark Twain: “ La diferencia entre una palabra casi justa y la palabra justa no es una pequeña cuestión, es como la diferencia entre una luciérnaga y la luz eléctrica”

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